El libro del cementerio

Y así conversaban mientras avanzaban a hurtadillas por los jardines del vecindario. Sin embargo, evitaron uno de dichos jardines.

 

—?Chissst! ?Perros! —susurró el honorable Archibald Fitzhugh, y corrieron por la tapia del jardín, como si fueran ratas del tama?o de un ni?o. Salieron a la calle principal, y subieron por la carretera que llevaba a lo alto de la colina. Por fin, llegaron a la tapia del cementerio, treparon por ella con la agilidad de una ardilla, y se pusieron a olisquear el aire.

 

—?Dónde está el perro? —preguntó el duque de Westminster.

 

—?El perro? No sé. Andará por aquí. Aunque yo no huelo a perro, propiamente dicho replicó el obispo de Bath y Wells.

 

—Por si no lo recuerda, Su Ilustrísima tampoco olía este cementerio —dijo el honorable Archibald Fitzhugh—. No es más que un perro.

 

Los tres a una se bajaron de la tapia de un salto, y echaron a correr hacia la puerta de los ghouls, usando tanto los brazos como las piernas para impulsarse.

 

Al llegar a la tumba, junto al árbol partido por el rayo, se detuvieron.

 

—Pero ?qué es esto que tenemos aquí? —preguntó el obispo de Bath y Wells.

 

—Sapristi! —exclamó el duque de Westminster.

 

En ese mismo instante Nad despertó.

 

—Al ver aquellos tres rostros enjutos y apergaminados, pensó que tenía delante tres momias humanas, pero sus rasgos se movían y parecían muy interesados en él: los sonrientes labios dejaban al descubierto unos dientes mugrientos y afilados, ojos peque?os y brillantes, y una zarpa que se movía y tamborileaba.

 

—?Quiénes sois? —inquirió Nad.

 

—Somos —contestó una de las criaturas (Nad reparó en que no eran mucho más altos que él)—, gente muy principal, eso es. éste es el duque de Westminster.

 

El más alto de los tres lo saludó con una inclinación de cabeza, y dijo:

 

—Tanto gusto.

 

—Y este de aquí es el obispo de Bath y Wells —continuó con las presentaciones el primero. El aludido, que sonreía mostrando sus afilados dientes y dejando colgar su larguísima y puntiaguda lengua, no tenía nada que ver con la idea que Nad se había hecho de lo que era un obispo; tenía la piel moteada y una mancha alrededor de uno de los ojos, lo que le daba cierto aire de pirata…

 

—Y yo tengo el honor de ser el honorable Archibald Fitzhugh. Para servirlo.

 

Las tres criaturas se inclinaron a un tiempo. Entonces el obispo de Bath y Wells dijo:

 

—Y bien, mozalbete, ?qué es lo que te pasa? Y nada de trolas, recuerda que estás hablando con un obispo.

 

—Sí, dinos qué te pasa, cuéntanoslo —dijeron al unísono los otros dos.

 

De modo que Nad se lo contó. Les dijo que nadie quería jugar con él, que nadie le hacía caso, y que hasta su tutor lo había abandonado.

 

—?Será posible! —exclamó el duque de Westminster al tiempo que se rascaba la nariz (una especie de pellejo que le rodeaba las fosas nasales)—. Lo que tienes que hacer es irte a otro lugar donde la gente sepa apreciarte.

 

—Pues no sé adonde —respondió Nad—. Además, no puedo salir del cementerio.

 

—Conozco un lugar en el que harás muchos amigos y todos querrán jugar contigo —le dijo el obispo, y dejó colgar de nuevo su larguísima lengua, como si fuera un perro—. Una ciudad llena de diversiones y de magia donde la gente te apreciaría en lugar de ignorarte.

 

—La se?ora que cuida de mí —dijo Nad— me prepara unas comidas asquerosas: sopa de huevo duro y cosas así.

 

—?Comida! —exclamó el honorable Archibald Fitzhugh.

 

—Precisamente, en el lugar al que nos dirigimos tienen la mejor comida del mundo. Mmm… Se me hace la boca agua sólo de pensarlo.

 

—?Puedo ir con vosotros? —preguntó Nad.

 

—?Venir con nosotros? —repitió el duque de Westminster. Parecía escandalizado.

 

—No sea usted así, Su Ilustrísima —terció el obispo de Bath y Wells—. Tenga un poco de caridad. Mire qué carita tiene el pobre. Vaya usted a saber cuándo fue la última vez que comió decentemente.

 

—Yo voto por que venga con nosotros. En casa podremos ofrecerle una buena pitanza —dijo el honorable Archibald Fitzhugh dándose palmaditas en la tripa con expresión glotona.

 

—?Y bien? ?Te apuntas a la aventura, o prefieres desperdiciar el resto de tu vida quedándote aquí? —le preguntó el duque de Westminster se?alando el cementerio con su huesudo dedo.

 

Nad pensó en la se?orita Lupescu, en sus asquerosas comidas y sus aburridísimas listas, y respondió:

 

—Me apunto a la aventura.

 

Sus tres nuevos amigos no eran más altos que él, pero desde luego eran infinitamente más fuertes que cualquier ni?o. De pronto el obispo de Bath y Wells lo cogió en volandas y lo alzó por encima de su cabeza, mientras el duque de Westminster apretujaba un pu?ado de hierba y gritaba algo así como ?Skagh! Thegh! Khavagah!? antes de arrancarlo. Entonces la losa que cubría la tumba se abrió como una trampilla.

 

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