El libro del cementerio

Guapa, lo que se dice guapa, no era: de expresión ce?uda y avinagrada, cabellos grises, aunque parecía demasiado joven para tener canas, y dientes delanteros algo torcidos. Llevaba puesta una abultada gabardina y una corbata masculina anudada al cuello.

 

—Encantado, se?orita Lupescu —saludó Nad.

 

Ella no le devolvió el saludo. Se limitó a observarlo con desdén para, a continuación, decirle a Silas:

 

—Así que éste es el ni?o.

 

La mujer se puso en pie, y dio una vuelta alrededor de Nad. Las aletas de la nariz se le movían, como si lo estuviera olisqueando. Al llegar de nuevo al punto de partida, dijo:

 

—Quiero verte todos los días nada más levantarte y antes de irte a dormir. He alquilado una habitación en una de aquellas casas. Y se?aló un tejado que sólo podía verse desde el lugar en que se encontraban. No obstante, pasaré el día en este cementerio, puesto que estoy aquí en calidad de historiadora, para llevar a cabo una investigación sobre sepulturas antiguas. ?Queda claro, ni?o? Da?

 

—Nad —protestó Nad—. Me llamo Nad. No ?ni?o?.

 

—Abreviatura de Nadie replicó ella. Un nombre absurdo. Además, Nad no es más que un apelativo cari?oso; un apodo. Y no me gustan los apodos. Te llamaré ?ni?o?. Y tú me llamarás ?se?orita Lupescu?.

 

Nad miró a Silas con expresión suplicante, pero el rostro del tutor no se inmutó. Cogió su maletín y le dijo:

 

—Con la se?orita Lupescu estarás en buenas manos, Nad. Y estoy seguro de que os entenderéis a la perfección.

 

—?No, no nos entenderemos! —rezongó Nad—. ?Es una mujer horrible!

 

—Eso que has dicho —lo reprendió Silas— es de muy mala educación. Creo que deberías disculparte, ?no te parece? A Nad no se lo parecía, pero Silas lo miraba fijamente, tenía el maletín en la mano y estaba a punto de marcharse por sabe Dios cuánto tiempo, de modo que decidió obedecer.

 

—Lo siento mucho, se?orita Lupescu.

 

La se?orita Lupescu no dijo nada, sino que se limitó a mirarlo con recelo. A continuación le dijo:

 

—He hecho un largo viaje para venir hasta aquí y hacerme cargo de ti, ni?o. Espero que no haya sido en balde.

 

A Nad le resultaba inconcebible la idea de abrazar a Silas, así que le tendió la mano, y el tutor se agachó y se la estrechó con suavidad, envolviendo con su enorme y pálida mano la regordeta manita del ni?o. Después, sujetando el maletín de cuero negro como si fuera una pluma, se alejó caminando por el sendero en dirección a la puerta del cementerio.

 

Nad fue a contárselo a sus padres.

 

—Silas se ha marchado.

 

—Volverá —dijo el se?or Owens tratando de animarlo—, como la falsa moneda. No te preocupes, Nad.

 

—Cuando naciste, nos prometió que si por cualquier cosa tenía que ausentarse del cementerio algún tiempo, buscaría a alguien que te trajera comida y te echara un vistazo de vez en cuando, y eso es exactamente lo que ha hecho. Silas siempre cumple lo que promete —terció la se?ora Owens.

 

Silas le traía comida, sí, y se la llevaba a la cripta todas las noches, pero eso, a juicio de Nad, era lo de menos. Los consejos de Silas eran siempre ecuánimes, sensatos e invariablemente acertados; sabía mucho más que cualquier habitante del cementerio, pues gracias a sus excursiones nocturnas tenía una visión más completa y actualizada del mundo exterior, mientras que los demás le hablaban de una realidad que había quedado obsoleta cientos de a?os atrás; Silas era imperturbable y siempre se podía contar con él, pues había permanecido a su lado todas las noches desde que Nad llegara al cementerio, así que la idea de que la vieja iglesia se hubiera quedado sin su único habitante le parecía simplemente increíble; por encima de todo, Silas lograba que se sintiera seguro.

 

La se?orita Lupescu entendía que su trabajo consistía en algo más que proporcionarle comida. Y también se ocupaba de ello.

 

—?Qué es eso? —preguntó Nad, horrorizado.

 

—Comida sana —respondió la se?orita Lupescu. Estaban en la cripta. La mujer había depositado sobre la mesa dos recipientes de plástico y se dispuso a quitarles las tapas.

 

Se?aló el primer recipiente. Sopa de remolacha y cebada. A continuación se?aló el otro. Ensalada.

 

—Cómete las dos cosas; las he preparado yo misma.

 

Nad la miró fijamente para asegurarse de que no se trataba de una broma. La comida que le traía Silas solía venir empaquetada; la compraba en esas tiendas que abren toda la noche y en las que no hacen preguntas.

 

Nadie le había traído nunca la comida en un recipiente de plástico cerrado con una tapa.

 

—Huele que apesta —se quejó Nad.

 

Pues si no te tomas la sopa enseguida —replicó ella—, sabrá todavía peor. Se quedará fría. Así que, a comer.

 

Nad tenía mucha hambre, de modo que cogió una cuchara de plástico, la introdujo en el líquido de color rojo oscuro, y empezó a comer. La sopa tenía una textura viscosa y un sabor francamente raro, pero se la comió toda.

 

Neil Gaiman's books