El libro del cementerio

—Esto es absurdo. Ni siquiera recuerdo lo que es un ángel descarnado de la noche.

 

—Tienen alas sin plumas y vuelan bajo y muy deprisa; no se encuentran en nuestro mundo, pero sí en el cielo rojo que hay sobre el camino de Gholheim.

 

—?Y para qué narices necesito saberlo? Si no me va a hacer falta en la vida.

 

La se?orita Lupescu hizo una mueca muy pronunciada con sus pálidos labios.

 

—?En el idioma de los ángeles descarnados de la noche? —insistió.

 

Nad emitió el sonido que ella le había ense?ado: un grito gutural, similar al de un águila.

 

—No está mal —dijo la mujer.

 

Nad deseó con todas sus fuerzas que Silas regresara pronto de su viaje.

 

—últimamente he visto un enorme perro gris merodeando por el cementerio. Llegó el mismo día que usted. ?Es suyo?

 

La se?orita Lupescu se enderezó la corbata y contestó:

 

—No.

 

—?Hemos terminado? —preguntó Nad.

 

—Por hoy, sí. Llévate estas listas y estudiatelas para ma?ana.

 

Las listas estaban impresas con tinta de color morado, y desprendían un cierto olor a rancio. Nad se las llevó hasta lo alto de la colina y trató de concentrarse. Pero no había manera. Finalmente, dobló el papel y lo colocó debajo de una piedra.

 

Por lo visto, nadie quería jugar con él esa noche. Nadie quería jugar, ni charlar, ni correr, ni trepar a los árboles bajo la gigantesca luna estival.

 

Regresó a la tumba de los Owens, para exponerles sus quejas, pero la se?ora Owens no quería oír ni una palabra contra la se?orita Lupescu por la sencilla y, desde el punto de vista de Nad, a todas luces injusta razón de que el mismísimo Silas la había escogido, y el se?or Owens se limitó a encogerse de hombros y empezó a hablarle de sus tiempos como aprendiz de ebanista y de lo mucho que le habría gustado poder aprender todas esas cosas tan útiles que estaba aprendiendo Nad, lo cual, desde el punto de vista del ni?o, era aún peor que lo que le había dicho su madre.

 

—Y, a todo esto, ?tú no deberías estar estudiando? —inquirió la se?ora Owens.

 

Nad apretó los pu?os y no contestó.

 

Salió de allí refunfu?ando y sintiéndose incomprendido y solo. Siguió despotricando para sus adentros contra lo injusto de aquella situación mientras deambulaba por el cementerio dando patadas a las piedras. Divisó a lo lejos al enorme perro gris y lo llamó para ver si se acercaba y podía jugar con él, pero el animal seguía manteniendo las distancias; irritado, Nad le lanzó un pu?ado de barro, que fue a estamparse contra una lápida cercana, y lo dejó todo perdido de tierra. El gigantesco perro le lanzó una mirada de reproche y, a continuación, se alejó por entre las sombras, y desapareció.

 

El ni?o regresó por la cara suroeste de la colina para no pasar por la vieja capilla, porque ver, aunque fuera de lejos, el lugar donde ya no estaba Silas era lo que menos le apetecía en ese momento. Se detuvo junto a una tumba que reflejaba exactamente cómo se sentía él en aquel momento: estaba situada bajo un roble partido por un rayo, o lo que quedaba de él, un tronco muerto y negruzco que parecía una garra afilada de la propia colina; la tumba tenía, además, manchas de humedad y estaba rota, y a la estatua del ángel que adornaba la lápida le faltaba la cabeza y sus vestiduras semejaban un gigantesco y repugnante hongo.

 

Nad se sentó en la hierba para seguir compadeciéndose de sí mismo y odiar al mundo entero. Odiaba incluso a Silas, por haberse marchado y haberlo dejado allí solo. Al rato, cerró los ojos y se acurrucó entre la hierba y, poco a poco, se fue quedando dormido.

 

De camino hacia la colina, recorrían una calle el duque de Westminster, el honorable Archibald Fitzhugh y el obispo de Bath y Wells, deslizándose y saltando de sombra en sombra. De aspecto enjuto y apergaminado, todo tendones y cartílagos, vestidos con harapos, avanzaban a grandes zancadas, con aire furtivo, saltando por encima de los cubos de basura y amparándose en las sombras que proyectaban los setos.

 

Eran de baja estatura, como personas de talla normal que se hubieran encogido al exponerse a la luz del sol; hablaban entre sí en voz muy baja y decían cosas como:

 

—Si la preclara mente de Su Ilustrísima ha llegado a alguna conclusión sobre dónde nos encontramos ahora mismo, le agradecería que tuviera la amabilidad de decirlo. De lo contrario, sería mejor que mantuviese cerrada su hedionda bocaza.

 

Y:

 

—Lo único que intento explicarle a Su Se?oría es que por aquí cerca hay un cementerio; lo estoy oliendo.

 

Y:

 

—Si Su Ilustrísima lo estuviera oliendo, yo lo olería también, pues, como es bien sabido, tengo la nariz más fina que Su Ilustrísima.

 

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