El libro del cementerio

—?Irte, adonde?

 

Caminaron juntos por el sendero: una ni?a peque?a con un anorak naranja y un ni?o peque?o con una túnica gris.

 

—?Y está muy lejos Escocia?

 

—Sí.

 

—?Vaya! Confiaba en que estuvieras aquí, para decirte adiós.

 

—Yo siempre estoy aquí.

 

—Pero tú no estás muerto, ?verdad, Nadie Owens?

 

—Claro que no.

 

—Entonces no puedes quedarte aquí el resto de tu vida, ?no? Un día crecerás y tendrás que irte a vivir al mundo exterior.

 

El ni?o negó con la cabeza y replicó:

 

—Ahí fuera estoy en peligro.

 

—?Quién te lo ha dicho?

 

—Silas. Mi familia. Todo el mundo.

 

Scarlett se quedó callada unos instantes. Entonces oyó la voz de su padre que la llamaba: —?Scarlett! Vamos, cari?o, es hora de irnos. Ya has dado un último paseo por el cementerio. Ahora vámonos a casa.

 

Scarlett le dijo a Nad:

 

—Eres muy valiente. La persona más valiente que conozco, y eres mi amigo. Me importa un pimiento que seas imaginario.

 

Y dicho esto, volvió corriendo sobre sus pasos para reunirse con sus padres y con el mundo.

 

 

 

 

 

Capítulo3

 

 

Los sabuesos de Dios

 

En todos los cementerios existe una tumba que pertenece a los ghouls. No hay más que darse una vuelta por cualquier camposanto para encontrarla: cubierta de musgo y manchas de humedad, la lápida rota, rodeada de abrojos y hierbas pestilentes y una profunda desolación que se apodera de uno cuando te encuentras frente a ella. La lápida suele ser más fría que la de las restantes tumbas y, por lo general, el nombre allí grabado resulta completamente ilegible. Si se ha erigido algún monumento funerario en ella un ángel o cualquier otra escultura, seguramente le faltará la cabeza, o estará infestado de hongos y líquenes hasta el punto de parecer un único y gigantesco hongo. Cuando visites un cementerio y veas una sepultura con aspecto de haber sido profanada en repetidas ocasiones, habrás descubierto la puerta de los ghouls[3], y si, a medida que te acercas a ella sientes la imperiosa necesidad de salir corriendo, ésa es, sin duda, la puerta de los ghouls.

 

Había una de esas puertas en el cementerio de Nad. Hay una de ellas en todos los cementerios. Silas estaba a punto de marcharse. Aunque Nad se enfadó mucho al conocer la noticia, ya se le había pasado el enfado. Pero ahora estaba furioso.

 

—?Por qué? —seguía preguntando el ni?o.

 

—Ya te lo dije. Necesito recabar cierta información y, por ello, debo desplazarme a otro lugar. Y para desplazarme hasta allí, tengo que irme de aquí. Pero todo esto ya lo habíamos hablado antes.

 

—?Y qué puede ser tan importante para que te marches? —Su mente de ni?o de seis a?os no alcanzaba a imaginar algo que consiguiera que Silas quisiera abandonarlo—. No es justo.

 

Su tutor permaneció impasible.

 

—No es ni justo ni injusto, Nadie Owens. Simplemente, es.

 

Nad seguía en sus trece.

 

—Tienes que cuidar de mí. Tú me lo dijiste.

 

—ésa es mi responsabilidad como tutor tuyo que soy, sí. Por fortuna, no soy el único ser en este mundo dispuesto a asumir dicha responsabilidad.

 

—Y, a todo esto, ?adonde vas?

 

—Fuera. Lejos. Debo descubrir ciertas cosas que no puedo descubrir aquí.

 

Nad se marchó gru?endo entre dientes y dando patadas a imaginarias piedras, y se fue caminando hacia la zona nororiental del cementerio, donde la vegetación crecía de manera tan incontrolada que ni el guarda ni los Amigos del Cementerio habían sido capaces de dome?arla. A su paso despertó a una familia de ni?os victorianos, todos ellos muertos antes de cumplir los diez a?os; bajo la atenta mirada de la Luna, se pusieron a jugar al escondite por entre la mara?a de hiedra. Nad intentaba fingir que Silas no se iba a ninguna parte, que todo iba a seguir exactamente igual, pero al acabar el juego, volvió corriendo a la vieja capilla y vio dos cosas que le hicieron cambiar de opinión.

 

Lo primero que vio fue un maletín. Y desde el mismo momento en que le puso la vista encima, supo que se trataba del maletín de Silas. Debía de tener por lo menos ciento cincuenta a?os, y era francamente bonito, de cuero negro, con remaches de latón y el asa negra; la clase de maletín que en la época victoriana usaban los médicos y los enterradores para transportar los instrumentos propios de su oficio. Era la primera vez que Nad veía el maletín de Silas; ni siquiera sabía que lo tuviera.

 

Y un maletín como ése sólo podía ser de su tutor. Sentía curiosidad por ver lo que había dentro, pero estaba cerrado y protegido por un enorme candado de latón, y pesaba tanto que Nad no pudo ni levantarlo del suelo.

 

Eso fue lo primero.

 

Lo segundo fue aquella persona sentada en el banco junto a la iglesia.

 

—Nad —dijo Silas—, te presento a la se?orita Lupescu.

 

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