El libro del cementerio

—?Y ahora, la ensalada! —ordenó la se?orita Lupescu quitándole la tapa al otro recipiente.

 

Dentro había trozos de cebolla cruda, remolacha y tomate encharcados en un espeso ali?o que desprendía un fuerte olor a vinagre. Nad se llevó a la boca un trozo de remolacha y lo masticó. Pero notó que empezaba a segregar saliva y se dio cuenta de que si se tragaba aquello, lo iba a vomitar de inmediato.

 

—No puedo comerme esto —dijo.

 

—Es muy nutritivo.

 

—Me voy a poner malo.

 

Ambos se miraron con fijeza a los ojos: el ni?o, de cabello pardusco y revuelto, y la mujer pálida, de rostro severo y canosos cabellos pulcramente recogidos.

 

—Cómete otro trozo —le ordenó la se?orita Lupescu.

 

—No puedo.

 

—O te comes otro trozo ahora mismo, o te quedarás aquí hasta que te lo hayas acabado todo.

 

Nad pinchó un trozo de tomate empapado en vinagre, lo masticó y, haciendo un esfuerzo por controlar las arcadas, consiguió tragárselo. La se?orita Lupescu volvió a colocar las tapas y guardó los recipientes en una bolsa de plástico.

 

—Y ahora, empecemos con las clases.

 

Era pleno verano, así que la oscuridad no sería completa hasta casi medianoche. No había clases a esas alturas del verano; el tiempo que Nad pasaba despierto era, en esa época del a?o, como un crepúsculo cálido e infinito sin otra cosa que hacer más que jugar, explorar o subirse a los árboles.

 

—?Clases? —preguntó, incrédulo.

 

—Tu tutor pensó que sería buena idea que yo te ense?ara algunas cosas.

 

—Pero yo ya tengo maestros. Letitia Borrows me ense?a a leer y a escribir, y el se?or Pennyworth me ense?a su sistema educativo completo para jóvenes (con materias adicionales para jóvenes en situación post mórtem). Y estudio geografía y todo eso. No necesito más lecciones.

 

—Así que ya lo sabes todo, ?eh? Tienes seis a?os y ya lo sabes absolutamente todo.

 

—Yo no he dicho eso.

 

La se?orita Lupescu se cruzó de brazos y le espetó:

 

—Dime todo lo que sepas sobre los ghouls.

 

Nad trató de recordar lo que Silas le había ido ense?ando acerca de los ghouls a lo largo de los a?os.

 

—Hay que mantenerse alejado de ellos —respondió.

 

—?Y eso es todo lo que sabes, da? ?Por qué debes mantenerte alejado de ellos? ?De dónde proceden? ?Por qué no debe uno acercarse a las puertas de los ghouls? ?Eh?

 

Nad se encogió de hombros y meneó la cabeza.

 

—Enumera los distintos tipos de criaturas que existen exigió la se?orita Lupescu. ?Vamos!

 

Nad se tomó unos segundos para pensar la respuesta.

 

—Los vivos comenzó. Mmm… Los muertos… —hizo una pausa—. ?Los gatos? —aventuró sin demasiada convicción.

 

—Eres un verdadero ignorante, ni?o. Y eso no está bien. Pero, además, te conformas con ser un ignorante, y eso es mucho peor. Repite conmigo: están los vivos y los muertos, los seres nocturnos y los diurnos, los ghouls y los moradores de la niebla, los grandes cazadores y los sabuesos de Dios. Aparte, existen también criaturas singulares.

 

—?Y a qué tipo pertenece usted?

 

—Yo —replicó la mujer, cortante soy la se?orita Lupescu.

 

—?Y Silas? —Ella vaciló un momento antes de responder—: Una criatura singular.

 

La clase se le estaba haciendo eterna. Silas siempre le ense?aba cosas interesantes, aunque la mayor parte del tiempo Nad ni siquiera era consciente de estar aprendiendo algo. En cambio, la se?orita Lupescu ense?aba a base de listas, y el ni?o no entendía qué utilidad podía tener eso.

 

Pero permaneció allí sentado, deseando que acabara la clase para salir a disfrutar de aquel anochecer de verano y jugar bajo la luz espectral de la Luna.

 

Cuando por fin terminó, salió de la cripta como un cohete (estaba hasta las mismísimas narices de tanta lista). Buscó a alguien con quien jugar, pero no encontró a nadie.

 

El cementerio parecía desierto, a excepción de un enorme perro gris que merodeaba por entre las tumbas, deslizándose sigilosamente en medio de las sombras y manteniendo cuidadosamente las distancias. El resto de la semana fue todavía peor.

 

La se?orita Lupescu siguió llevándole comida casera que ella misma le preparaba: grasientos bu?uelos fritos en manteca de cerdo; aquella exótica sopa de color rojo oscuro con un pegote de nata agria flotando en medio del plato; patatas hervidas que llegaban al cementerio completamente frías; embutidos con un fuerte sabor a ajo; huevos duros flotando en un líquido gris de aspecto disuasorio… Nad no comía más que lo estrictamente necesario. Y, mientras tanto, la se?orita Lupescu continuaba con sus clases: se pasó dos días enteros ense?ándole a pedir ayuda en todos los idiomas posibles y, si se equivocaba o se olvidaba de algo, ella lo penalizaba dándole golpes en los nudillos con el bolígrafo. Al tercer día, Nad era capaz de responder a la primera y casi sin respirar.

 

—?En francés?

 

—Au secours.

 

—?En código Morse?

 

—S.O.S. Tres puntos, tres rayas, y otra vez tres puntos.

 

—?En el idioma de los ángeles descarnados de la noche?

 

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