—La condujo hasta la escalera, sorteando el cadáver del abrigo marrón, y al reparar en él pensó: ?Francamente, si este hombre no se hubiera asustado ni caído por la escalera, se habría decepcionado mucho al descubrir que aquí no había ningún tesoro.? Los tesoros de hace diez mil a?os no eran como los de hoy en día. El ni?o guió a Scarlett con mucho cuidado para que no tropezara al subir la escalera y, por fin, llegaron a la salida, en el mausoleo de Frobisher.
El sol de finales de primavera se colaba por entre los barrotes de la verja y las grietas de las paredes, y ante aquel resplandor tan intenso e inesperado, Scarlett tuvo que taparse los ojos. Los pájaros cantaban entre la maleza, un abejorro pasó zumbando por su lado… todo era sorprendentemente normal.
Nad abrió la verja del mausoleo y, una vez fuera, volvió a cerrarla con llave.
Las vistosas ropas de Scarlett estaban llenas de mugre y telara?as, y la cara y las manos, de piel tostada, tenían tanto polvo que parecían blancas.
Un poco más abajo, alguien unos cuantos álguienes gritaba. Gritaban a voz en cuello, gritaban con desesperación.
Alguien preguntó:
—?Scarlett? ?Eres Scarlett Perkins?
Y Scarlett contestó:
—Sí, soy yo. ?Qué pasa?
Y antes de que ella o Nad tuvieran tiempo de comentar lo que habían visto en la cueva, o de hablar del Hombre índigo, apareció una mujer, luciendo una chaqueta fluorescente con la palabra POLICíA escrita en la espalda, que le preguntó a Scarlett si estaba bien, dónde había estado metida y si alguien había intentado secuestrarla; a continuación se puso a hablar por radio para informar de que había encontrado a la ni?a.
Nad se unió discretamente a ellas y, juntos, iniciaron el descenso. La puerta de la capilla estaba abierta, y los padres de Scarlett esperaban dentro, acompa?ados por otra policía femenina; la madre estaba hecha un mar de lágrimas, y el padre hablaba por el móvil. Ninguno de ellos advirtió la presencia de Nad, que los observaba desde un rincón de la capilla.
Le preguntaron a Scarlett qué le había pasado, y ella respondió con tanta sinceridad como le fue posible; les habló de un ni?o llamado Nadie que la había llevado al interior de la colina, donde todo estaba oscuro y se les había aparecido un hombre con muchos tatuajes, pero no era un hombre de verdad, sino un espantapájaros. Le dieron una chocolatina y le limpiaron la cara, y le preguntaron si el hombre de los tatuajes iba en moto. Los padres de Scarlett, una vez pasado el susto y la preocupación, estaban muy enfadados entre sí y también con Scarlett, y se culpaban mutuamente por dejar que la ni?a jugara en un cementerio, por mucho que fuera una reserva natural, y decían que hoy en día el mundo se había convertido en un lugar muy peligroso, y si uno perdía de vista a sus hijos, aunque fuera un segundo, corría el riesgo de que le pasara cualquier cosa horrible. Especialmente, si se trataba de una ni?a como Scarlett.
La madre sollozó de nuevo, lo que provocó que la ni?a se echara a llorar, y una de las mujeres policía se puso a discutir con el padre de Scarlett, que le decía que él pagaba religiosamente sus impuestos y, por lo tanto, pagaba también el sueldo de ella, y ella le respondía que también pagaba religiosamente sus impuestos, por lo que probablemente pagaba asimismo el sueldo de él. Y, mientras tanto, Nad continuaba observándolos desde un rincón de la capilla, sentado entre las sombras, sin que nadie advirtiera su presencia, ni siquiera Scarlett, y siguió mirando y escuchando hasta que se cansó.
A esas alturas, había empezado a atardecer en el cementerio, y Silas encontró a Nad en lo alto de la colina, cerca del anfiteatro, contemplando la ciudad desde aquel privilegiado mirador. Se quedó a su lado, sin decir nada, como era su costumbre.
—Ella no tiene la culpa de nada —dijo Nad—. Soy yo el que tiene la culpa. Y la he metido en un lío.
—?Adonde la llevaste? —le preguntó Silas.
—Al centro de la colina, a ver la tumba más antigua. Pero resulta que allí no hay nadie. Sólo una especie de serpiente que se llama el Sanguinario y que está en ese sitio para asustar a la gente.
—Fascinante.
Bajaron juntos por la colina, vieron cómo la policía volvía a cerrar la iglesia con llave, y a Scarlett y a sus padres, que salían del cementerio y se perdían en la oscuridad de la noche.
—La se?orita Borrows te ense?ará a escribir seguido —anunció Silas—. ?Has terminado de leer El gato Garabato?
—Sí —contestó Nad—, lo terminé hace siglos. ?Podrías traerme más libros?
—Eso espero.
—?Crees que volveré a verla alguna vez?
—?A la ni?a? Lo dudo mucho.
Pero Silas se equivocaba. Al cabo de tres semanas, en una tarde gris, Scarlett regresó al cementerio, acompa?ada de sus padres.
Le insistieron mucho en que estuviera siempre donde ellos la pudieran ver, aunque se cambiaron varias veces de sitio para asegurarse de que no la perdían de vista ni un solo momento. De vez en cuando, la madre de la ni?a comentaba escandalizada lo morboso que resultaba todo aquello y lo mucho que se alegraba de saber que pronto se marcharían de allí para siempre.
Cuando vio que los padres de Scarlett se ponían a charlar, Nad la saludó: —Hola.
—Hola —dijo Scarlett en voz muy baja.
—Creía que no volvería a verte.
—Les dije que no me iría con ellos si no me traían aquí por última vez.