El libro del cementerio

—?Vamos, deprisa! —urgió el duque.

 

El obispo de Bath y Wells lanzó a Nad al interior de la oscura fosa y, a continuación, saltaron él y el honorable Archibald Fitzhugh, seguidos por el duque de Westminster quien, una vez dentro, gritó ?Wegh Khárados!?, para cerrar la puerta de los ghouls.

 

Demasiado sorprendido aún para asustarse, Nad iba rodando como una piedra en la oscuridad, y mientras se preguntaba qué profundidad tendría aquel pozo, dos recias manos lo agarraron por las axilas y lo llevaron volando a través de las tinieblas.

 

Hacía a?os que Nad no experimentaba la oscuridad total. En el cementerio, podía ver en la oscuridad igual que ven los muertos, así que no había tumba ni cripta tan oscura que no pudiera ver nada. Pero ahora la oscuridad era completa y el viento le azotaba la cara mientras avanzaba entre sacudidas y empujones. Daba un poco de miedo, pero al mismo tiempo resultaba muy emocionante.

 

Y, de pronto, salieron a la luz, y todo cambió.

 

El cielo era rojo, pero no como el de una puesta de sol, sino de un rojo rabioso, violento, como el de una herida infectada. Por su parte, el sol era peque?o y parecía inerte y distante. Aquellos tres personajes y él descendían por una muralla, y hacía frío. De los laterales de dicha muralla sobresalían lápidas y estatuas, como si llevase empotrado en ella un enorme cementerio, y cual tres arrugados chimpancés vestidos con andrajosos trajes negros atados a la espalda, el duque de Westminster, el obispo de Bath y Wells y el honorable Archibald Fitzhugh se pusieron a saltar de estatua en lápida, pasándose a Nad de uno a otro, sin dejarlo caer en ningún momento, y atrapándolo siempre sin el menor esfuerzo, casi sin mirar.

 

Nad alzó la vista, tratando de localizar la tumba por la que habían entrado en aquel extra?o mundo, pero sólo veía lápidas y más lápidas. Se preguntó si todas esas tumbas, sobre las que se bamboleaban dejándolas atrás, serían también puertas para las criaturas que lo acompa?aban…

 

—?Adonde vamos? —preguntó, pero su voz se perdía en el viento.

 

Iban cada vez más deprisa. Un poco más arriba, Nad vio cómo se levantaba una estatua, y otras dos criaturas irrumpieron en aquel extra?o mundo en el que el cielo era de color rojo. Una de ellas llevaba un harapiento vestido de seda que debía de haber sido blanco en algún momento, mientras que la otra criatura vestía un traje gris lleno de manchas y excesivamente largo, cuyas mangas hechas trizas colgaban en tétricos jirones. Nada más ver a Nad y a sus tres amigos, se dirigieron hacia ellos, salvando sin dificultad alguna los seis metros que los separaban.

 

El duque de Westminster emitió una especie de graznido e hizo como que se asustaba, y continuaron descendiendo los cuatro por la muralla de tumbas, con las otras dos criaturas pisándoles los talones. Ninguno de ellos parecía cansarse, ni siquiera jadeaban, y seguían avanzando sin cesar bajo la inerte mirada de aquel sol que, como un ojo muerto, los miraba desde el cielo sanguino. Por fin, llegaron hasta la gigantesca estatua de una criatura, cuya cara parecía una especie de hongo, y allí le presentaron a Nad al trigésimo tercer presidente de Estados Unidos y al emperador de China.

 

—He aquí a nuestro joven amigo Nad —dijo el obispo de Bath y Wells—. Quiere convertirse en uno de nosotros.

 

—Viene buscando comida de la rica —les explicó el honorable Archibald Fitzhugh.

 

—Pues te garantizo que cuando te conviertas en uno de nosotros podrás comer cuanto quieras, jovencito —le dijo el emperador de China.

 

—Cuanto quieras —repitió el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

 

—?Cuando me convierta en uno de vosotros? —preguntó Nad, desconcertado—. ?Queréis decir que me voy a transformar en uno de vosotros?

 

—Rápido como un látigo, agudo como un alfiler, sí se?or. Mucho habría que trasnochar para enga?ar a este chico —dijo el obispo de Bath y Wells—. En efecto, serás como nosotros; tan poderoso, tan veloz y tan invencible como nosotros.

 

—Tus dientes se volverán tan fuertes que podrás masticar huesos, y tu lengua se hará larga y afilada para que consiga extraer hasta la última gota de tuétano o cortar en filetes las rollizas mejillas de un morcón —le explicó el emperador de China.

 

—Podrás deslizarte entre las sombras sin que nadie te vea, sin que nadie sospeche siquiera tu presencia. Libre como el aire, veloz como el pensamiento, frío como la escarcha, duro como una garra, peligroso como… como nosotros —continuó el duque de Westminster.

 

—Pero ?y si yo no quiero ser uno de vosotros? —inquirió Nad mirando a las extra?as criaturas.

 

—?Si no quieres? ?Qué tontería, pues claro que quieres! ?Acaso existe algo mejor? No creo que haya nadie en el universo que no esté deseando ser exactamente como nosotros.

 

—Tenemos la mejor ciudad… Gholheim —dijo el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

 

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