El libro del cementerio

—Y bien, ?dónde están? ?Eh?

 

Nad abrió los ojos y vio que era el obispo de Bath y Wells, que le gritaba al emperador de China. Al parecer, dos miembros del grupo habían desaparecido en plena noche, se habían evaporado sin más, y nadie se explicaba cómo había podido ocurrir. Los demás ghouls tenían los nervios de punta. Así que levantaron el campamento a toda prisa, y el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos levantó en volandas a Nad y se lo echó al hombro.

 

Bajo un cielo del color de la mala sangre, los ghouls descendieron a toda prisa por el barranco y volvieron al camino de Gholheim. Aquella ma?ana no parecían tan contentos, ni mucho menos. Más bien daba la impresión de que estaban huyendo de algo (o eso intuía Nad).

 

Hacia el mediodía, cuando el inerte sol se hallaba en su punto más alto, los ghouls se detuvieron y formaron corro. Un poco más lejos se veían varias decenas de ángeles descarnados de la noche que volaban en círculos a gran altura, planeando en las corrientes térmicas.

 

Los ghouls estaban divididos: unos creían que sus dos compa?eros habían desaparecido sin más, y otros, por el contrario, creían que algo probablemente los ángeles descarnados de la noche se los habían llevado.

 

No lograron ponerse de acuerdo en nada, excepto en que debían armarse con piedras por si aquellas terribles criaturas descendían sobre ellos. De modo que se fueron llenando los bolsillos con las piedras que encontraban por el camino.

 

De súbito se oyó un aullido en el desierto, a su izquierda, y los ghouls entrecruzaron las miradas. Sonaba más potente que la noche anterior, y más cercano; era similar al aullido de un lobo.

 

—?Habéis oído eso? —preguntó el alcalde de Londres.

 

—No —dijo el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

 

—Yo, tampoco —corroboró el honorable Archibald Fitzhugh.

 

Otro aullido.

 

—Hemos de llegar a casa cuanto antes —urgió el duque de Westminster sopesando en la mano un tremendo pedrusco.

 

Tenían frente a sí el altísimo cerro sobre el que se asentaba la apocalíptica ciudad de Gholheim, y los ghouls estaban impacientes por llegar a ella.

 

—?Cuidado! ?Nos atacan los ángeles descarnados de la noche! —gritó el obispo de Bath y Wells—. ?Lanzad las piedras contra esas sanguijuelas!

 

En ese preciso instante, Nad lo veía todo al revés, pues iba cabeza abajo sobre el hombro del trigésimo tercer presidente de Estados Unidos, tragándose, además, el polvo del camino. Pero oía gritos, similares a los de un águila y, una vez más, pidió auxilio en la lengua de los ángeles descarnados de la noche. Nadie intentó silenciarlo esta vez, pero tampoco estaba muy seguro de que lo hubieran oído entre el guirigay de las criaturas aladas y las blasfemias que proferían los ghouls mientras les arrojaban piedras.

 

Nad oyó de nuevo el aullido, sólo que ahora procedía del otro lado, a su derecha.

 

—Esos malnacidos están por todas partes —comentó el duque de Westminster, pesimista.

 

El trigésimo tercer presidente de Estados Unidos bajó a Nad del hombro y se lo pasó a Víctor Hugo, el famoso escritor, que metió al ni?o en su saco y se lo echó a la espalda. Nad se alegró al comprobar que el interior del saco no olía más que a le?a y a polvo.

 

—?Se están batiendo en retirada! —gritó uno de los ghouls—. ?Mirad cómo huyen!

 

—Pierde cuidado —dijo una voz que Nad creyó identificar como la del obispo de Bath y Wells—. Todo este jaleo se acabará en cuanto entremos en Gholheim. ?Es inexpugnable; es Gholheim!

 

Nad no sabía a ciencia cierta si algunos ghouls habían resultado muertos o heridos en la refriega con los ángeles descarnados de la noche. Aunque sí sospechaba, por las maldiciones que le había oído lanzar al obispo de Bath y Wells, que muchos de ellos habían huido.

 

—?Aprisa! —gritó una voz que parecía la del duque de Westminster, y los ghouls echaron a correr.

 

Nad iba muy incómodo en el interior del saco; se iba dando golpes contra la espalda de Victor Hugo, el famoso escritor, y de vez en cuando incluso se golpeaba contra el suelo. Por si estar atrapado dentro de un saco no fuera lo suficientemente incómodo, Nad tenía que compartir aquel reducido espacio con varios le?os, además de los tornillos, clavos y otras piezas punzantes restos de los ataúdes que sobresalían de ellos. De hecho, había un tornillo que se le clavaba en la mano.

 

Pese a los golpes, las sacudidas y el zarandeo, Nad logró coger aquella pieza que le pinchaba la mano derecha y la tanteó hasta encontrar la punta. Armándose de valor y aferrado a la poca esperanza que le quedaba, Nad se puso a perforar la tela del saco con el tornillo, metiéndolo y sacándolo alternativamente para practicar un agujero.

 

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