El libro del cementerio

—Se presentaron en mi casa con las primeras luces del alba, estando yo aún medio dormida, y me sacaron a rastras. ??Bruja, más que bruja!?, gritaban. Recuerdo que estaban todos gordos y coloradotes; se ve que habían madrugado para frotarse a conciencia, como se hace con los cerdos el día que hay mercado. Luego, uno por uno, me acusaron: el uno decía que se le había cortado la leche, el otro que sus caballos cojeaban y, por último, la se?orita Jemima, que era la más gorda y la que más a fondo se había restregado, se puso en pie y dijo que Solomon Porrit ya no la saludaba y, en cambio, se pasaba el día merodeando por el lavadero como una avispa que ronda un tarro de miel, y que la culpa de todo la tenía yo, porque estaba claro que lo había hechizado, y que había que hacer algo para liberar al pobre chico de mi diabólica magia. Así que me ataron al taburete de la cocina y me metieron de cabeza en el estanque de los patos, diciéndome que si era una bruja no tenía nada que temer, porque no me ahogaría, pero si no, me daría cuenta enseguida. Y el padre de la se?orita Jemima les dio una moneda de plata a cada uno de ellos para que aguantaran el taburete un buen rato, a ver si me ahogaba con el agua verde e inmunda del estanque.

 

—?Y te ahogaste?

 

—Desde luego. Los pulmones se me llenaron de agua y dejé de respirar.

 

—?Caramba! O sea, que al final resultó que no eras una bruja.

 

La ni?a clavó en él sus diminutos y fantasmagóricos ojos, y esbozó una media sonrisa. Seguía pareciendo un duende, pero ahora sí resultaba guapa. Nad pensó que, seguramente, no le debió de hacer falta recurrir a la magia para atraer a Solomon Porritt, al menos sonriendo de aquella manera.

 

—?Qué bobada! Pues claro que lo era. Se dieron cuenta en cuanto me desataron y me tendieron sobre la hierba, nueve partes de mí muertas y toda yo cubierta de algas y demás porquerías del estanque. Puse los ojos en blanco y lancé una maldición sobre todos y cada uno de los allí presentes diciéndoles que su alma no hallaría reposo en tumba alguna. La maldición salió de mis labios con tal facilidad, que yo misma me sorprendí. Es como bailar al son de una melodía que no has oído nunca; sólo tienes que escucharla y dejar que tus pies sigan el compás y, de pronto, te das cuenta de que ya ha amanecido y llevas toda la noche bailando.

 

La ni?a se levantó y se puso a bailar, mientras la luz de la luna iluminaba sus pies descalzos. Y así fue como los maldije a todos, con el último aliento de aquellos pulmones encharcados de agua sucia y pestilente. Inmediatamente después, me morí. Quemaron mi cuerpo allí mismo, sobre la hierba, y dejaron que ardiera hasta convertirse en carbón; luego me enterraron en la fosa común, sin ponerme siquiera una lápida con mi nombre grabado en ella.

 

Por primera vez desde que comenzara a contarle su historia, la ni?a se quedó callada y, momentáneamente, Nad percibió cierta melancolía en su semblante.

 

—?Y alguna de esas personas está enterrada aquí? —preguntó Nad.

 

—No, ninguna replicó la ni?a con un destello de luz en la mirada. Al sábado siguiente de mi muerte, el se?or Porringer recibió una alfombra muy bonita y muy elegante que había comprado en Londres. Pero resultó que aquella finísima alfombra de buena lana, tejida con tanto esmero y delicadeza, venía cargada de miasmas nada menos que de la peste, y ese mismo domingo ya hubo cinco personas soltando esputos de sangre y con la piel más negra que la mía después de que me tostaran. Una semana más tarde, prácticamente todos los habitantes del pueblo se contagiaron. De modo que cavaron un hoyo muy profundo a las afueras para arrojar en él los cadáveres infectados, todos amontonados, y sepultarlos bajo grandes cantidades de tierra.

 

—?Y murieron todos los habitantes del pueblo?

 

—Todos los que estaban presentes cuando me ahogaron y me quemaron —repuso la ni?a con un gesto de indiferencia.

 

—Bueno, dime, ?qué tal va esa pierna?

 

—Mejor. Gracias.

 

Nad se puso en pie lentamente y, cojeando, se alejó del montón de hierba y se apoyó en la verja.

 

—?O sea, que siempre fuiste una bruja? Quiero decir, ya lo eras antes de lanzar aquella maldición.

 

—Anda que me hacían falta conjuros a mí —dijo ella, muy digna— para tener a Solomon Porritt mariposeando a mi alrededor todos los días.

 

Aquella frase no respondía en absoluto a su pregunta, pensó Nad, pero se guardó mucho de hacerle comentario alguno a la ni?a. En cambio, le preguntó:

 

—?Cómo te llamas?

 

—Mi tumba no tiene lápida —respondió ella con tristeza—. Podría ser cualquiera, ?no?

 

—Pero tendrás un nombre.

 

—Liza Hempstock, ?te gusta ése? —replicó, cortante—. No creo que desear una lápida sea pedir demasiado, ?verdad? Algo que se?ale mi tumba. Estoy ahí, un poco más abajo, ?lo ves? Pero todo cuanto puedo se?alar para indicarte donde descanso es esa pila de agujas de pino.

 

Parecía tan triste que, por un instante, Nad sintió ganas de abrazarla. Pero al colarse por entre dos rejas para volver al cementerio, se le ocurrió una idea: encontraría una lápida para Liza Hempstock, con su nombre grabado en ella. Así lograría que volviera a sonreír.

 

Mientras subía por la ladera, se volvió para decirle adiós con la mano, pero ella ya se había ido.

 

Había trozos de lápidas y de estatuas funerarias rotas desperdigadas por el cementerio, pero Nad sabía que no podía presentarse con algo así ante la bruja de ojos grises que residía en la fosa común. Tendría que apa?árselas de otra manera. Y tomó la determinación de que sería mejor no contarle sus intenciones a nadie, pues lo más probable era que intentaran quitarle esa idea de la cabeza.

 

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