El libro del cementerio

Se pasó varios días maquinando toda clase de planes, a cuál más complicado y extravagante. El se?or Pennyworth se desesperaba.

 

—Jovencito, tengo la impresión —le dijo mientras se rascaba su polvoriento bigote— de que, más que progresar, retrocedes. Sigues sin dominar la Desaparición. Eres palmario, muchacho; no pasas, lo que se dice, inadvertido. Si te presentaras ante quien fuera acompa?ado de un león rojo, un elefante verde y el mismísimo rey de Inglaterra ataviado con sus ropas de ceremonia y montado sobre un unicornio naranja, seguramente, sería en ti en quien primero repararía, prescindiendo de las peculiaridades de los demás.

 

Nad se limitaba a mirarlo fijamente, sin abrir la boca, mientras pensaba si en las ciudades y los pueblos que habitaban los vivos habría tiendas especializadas donde sólo vendieran lápidas y, de ser así, cómo podría encontrar una; la Desaparición era el menor de sus problemas.

 

Aprovechó la facilidad con que la se?orita Borrows se dejaba distraer en sus clases de lengua y literatura para preguntarle cosas acerca del dinero: en qué consistía exactamente y cómo se usaba para obtener las cosas que uno deseaba.

 

Nad guardaba unas cuantas monedas que había ido encontrando por ahí a lo largo de los a?os (había descubierto que en los lugares frecuentados por las parejitas de novios, era fácil encontrar alguna que otra moneda entre la hierba), y pensó que por fin se le había presentado la ocasión de darles un buen uso.

 

—?Cuánto viene a costar una lápida? —le preguntó a la se?orita Borrows.

 

—En mis tiempos —respondió ella—, costaban unas quince guineas. Pero no tengo la menor idea de qué precio tendrán ahora. Imagino que serán más caras. Mucho más caras, seguro.

 

Nad tenía cincuenta y tres peniques. Obviamente, necesitaría mucho más que eso para poder comprar una lápida. Habían pasado ya cuatro a?os, más o menos la mitad de su vida, desde que descubrió la tumba del Hombre índigo. Pero todavía recordaba cómo encontrarla. Así que subió hasta el punto más alto del cementerio, el lugar en el que se erigía el panteón de los Frobisher, que semejaba un diente cariado; desde allí se divisaba absolutamente todo, incluso la copa del viejo manzano y el campanario de la iglesia en ruinas. Se coló dentro de aquella construcción, fue bajando hasta llegar a los minúsculos escalones labrados en la roca y descendió por ellos hasta la gruta, situada a la altura del pie de la colina. Allí abajo reinaba la oscuridad, una oscuridad tan absoluta como la de la más profunda galería de una mina, pero Nad, al igual que los muertos, veía en la oscuridad, de modo que la gruta le reveló de inmediato sus secretos.

 

El Sanguinario se hallaba enroscado en torno a la pared de roca del túmulo. Era tal como lo recordaba: un ser invisible rodeado de oscuros efluvios, todo odio y codicia.

 

Esta vez, sin embargo, no sintió el más mínimo temor.

 

—Témeme —susurró el sanguinario—, pues custodio objetos preciosos que jamas han de perderse.

 

—No te tengo ningún miedo —replicó Nad—, ?o es que ya no te acuerdas? He venido porque necesito llevarme de aquí algunas cosas.

 

—Nada sale jamás de este lugar —respondió el sanguinario sin moverse de su sitio—. El pu?al, el broche, el cáliz… Todos los objetos han de permanecer en la oscuridad, bajo mi custodia, estoy a la espera.

 

—Perdona mi curiosidad, pero ?es ésta tu tumba?

 

—El amo nos dejó aquí, en la llanura, para custodiar el lugar, enterró nuestros cráneos bajo esa piedra y nos dejó aquí con una misión: debemos proteger estos tesoros hasta que el amo regrese.

 

—Pues yo diría que se ha olvidado de vosotros. Seguramente llevará siglos muerto.

 

—Somos el sanguinario. Custodiamos los tesoros.

 

Nad se preguntó cuántos a?os habría que retroceder en el tiempo para que la gruta situada en lo más profundo de la colina se hallara en una llanura. Era probable que fuera una eternidad. Percibía la corriente de miedo que el Sanguinario generaba alrededor, a semejanza de una planta carnívora que la expulsara por sus tentáculos, y sentía que el frío lo paralizaba poco a poco, como si una víbora polar le hubiera inoculado su gélido veneno directamente en el corazón.

 

Por fin se acercó a la losa de piedra y se inclinó para coger el broche.

 

—?Eh! —susurró el sanguinario—. Nos guardamos eso para el amo.

 

—No le importará que lo tome prestado —replicó Nad.

 

Dio un paso atrás y se fue hacia la escalera, sorteando los resecos cadáveres humanos y de animales diseminados por el suelo.

 

El Sanguinario se agitó con furia y se enroscó alrededor de la minúscula gruta como un humo espectral.

 

Luego se calmó.

 

—Regresará —afirmó el Sanguinario con aquella extra?a voz que parecía pertenecer a tres seres—. Siempre regresa.

 

Nad subió por la escalera lo más deprisa que pudo.

 

Neil Gaiman's books