—?Le has echado sangre! —dijo y levanté la cabeza ante su tono de asco.
—Bueno, claro, ?cómo si no se supone que iba a activarla? ?Metiéndola en el horno? —Arrugué en ce?o y me remetí tras la oreja un mechón de pelo que se había escapado del lazo—. Toda la magia requiere que se pague un precio de muerte, detective. La magia terrenal blanca lo paga con mi sangre y matando las plantas. Si quisiese hacer un hechizo negro para dejarte sin sentido, o convertir tu sangre en alquitrán, o que te entrase hipo, tendría que usar algunos ingredientes desagradables, como partes de animales. La magia negra de verdad requiere no solo mi sangre, sino el sacrificio de animales. —O de humanos o de inframundanos.
Mi voz sonó más dura de lo que pretendía y mantuve la mirada baja mientras medía las dosis y dejaba que los discos de secuoya las absorbiesen. La mayor parte de mi raquítica trayectoria en la si consistió en cazar a artífices de hechizos grises (brujos que tomaban un conjuro blanco, como uno para dormir y le daban un mal uso), pero también había detenido a creadores de conjuros negros. La mayoría eran brujos de líneas luminosas, ya que solo los ingredientes necesarios para hacer un conjuro negro bastaban para que los brujos terrenales siguiesen siendo blancos. ?Ojo de tritón y dedo de rana? No, gracias. ?Sangre extraída del bazo de un animal aún vivo y arrancarle la lengua mientras chillaba hasta expirar su último aliento en el éter? Asqueroso.
—Yo no haría un conjuro negro —le dije a Glenn que permanecía en silencio—, no solo es una locura asquerosa, sino que además la magia negra siempre vuelve a por ti. —Y cuando las cosas salían a mi manera acababan con mi pie en el estómago y mis esposas en las mu?ecas.
Elegí un amuleto, me apreté el dedo para dejar caer en él otras tres gotas de mi sangre para invocar el hechizo. Las absorbió rápidamente, como si el hechizo tirase de la sangre de mi dedo. Se lo ofrecí recordando la época en la que había sentido la tentación de hacer un hechizo negro. Sobreviví, pero salí con mi marca de demonio y eso que lo único que hice fue mirar un libro. La magia negra siempre rebotaba. Siempre.
—Tiene tu sangre —dijo asqueado—. Haz otro y le pondré mi sangre.
—?La tuya? No serviría de nada. Tiene que ser sangre de brujo. La tuya no tiene las enzimas necesarias para acelerar un hechizo. —Se lo ofrecí de nuevo y negó con la cabeza. Frustrada apreté los dientes—. Tu padre usó uno, humano quejica. ?Cógelo ya para que podamos seguir con nuestras vidas! —Empujé el amuleto violentamente hacia él y lo cogió con cautela.
—?Mejor? —le pregunté cuando sus dedos se cerraron sobre el disco de madera.
—Mmm, sí —dijo relajando de pronto su cara de mandíbula cuadrada—. Mejor.
—Claro que sí —mascullé. Más aplacada, colgué el resto de amuletos en mi armario de los conjuros, Glenn contempló en silencio mis provisiones. Cada gancho estaba convenientemente etiquetado gracias a la necesidad compulsiva de Ivy de organizarlo todo. Allá ella. Eso la hacía feliz y a mí me daba igual. Cerré la puerta con un fuerte golpe y me giré.
—Gracias, se?orita Morgan —dijo sorprendiéndome.
—De nada —respondí, contenta de que por fin hubiese dejado de llamarme se?ora—. No dejes que le caiga nada de sal y te durará un a?o. Te lo puedes quitar y guardarlo si quieres cuando desaparezcan las ronchas. También sirve para la hiedra venenosa. —Empecé a limpiar todo el desaguisado—. Siento haber dejado que Jenks te hiciese eso —dije pausadamente—. No lo habría hecho si llega a saber que eras sensible al polvo de pixie. Normalmente las ronchas no se expanden.
—No te preocupes. —Alargó la mano para coger uno de los catálogos de Ivy en una esquina de la mesa y retiró la mano al ver la foto de los cuchillos curvos de acero inoxidable en oferta.
Guardé mi libro de hechizos bajo la encimera de la isla central, contenta al ver que se estaba soltando.
—En cuanto a los inframundanos, a veces las cosas más peque?as pueden darte una desagradable sorpresa… —Entonces sonó un fuerte golpe al cerrarse la puerta principal. Me erguí y me crucé de brazos al darme cuenta de que era la moto de Ivy la que había oído en la calle hace un momento. Glenn cruzó su mirada con la mía y se sentó más derecho al darse cuenta de mi inquietud. Ivy había llegado a casa—. Pero no siempre.
5.
Con los ojos clavados en el pasillo desierto, le hice un gesto a Glenn para que se quedase allí sentado. No tenía tiempo para explicaciones. Me preguntaba cuánto le había contado Edden, o si esta sería una de sus desagradables pero efectivas tácticas para pulirlo.
—?Rachel? —dijo la melodiosa voz de Ivy y Glenn se levantó, alisándose las arrugas de sus pantalones grises. Sí, eso ayudaría—. ?Sabías que hay un coche de la AFI aparcado frente a la casa de Keasley?