El bueno, el feo yla bruja

Kist estaba de repente frente a mí y di un respingo.

 

—Toma tu bolso —dijo entregándomelo. Se lo arrebaté de las manos y Kist me hizo un gesto para que caminase delante de él. El círculo se abrió. Los vampiros parecían evidentemente intimidados. Nadie se había movido para ayudar a Samuel. Sus entrecortadas bocanadas de aire, tirado inmóvil en el suelo me llegaron al alma.

 

—No me toques —le dije al pasar junto a Kist—, y será mejor que nadie revuelva mis cosas mientras no estoy —a?adí temblando por dentro. Me detuve un instante para echarle un último vistazo a mis amuletos sobre la mesa y darme cuenta de que allí había solo la mitad de lo que había traído conmigo.

 

Kist me cogió por el codo y tiró de mí.

 

—Suéltame —le espeté, aunque la imagen de cómo le había dislocado el hombro a Samuel evitó que me soltase de un tirón.

 

—Cállate —dijo con una tensión en la voz que me dio qué pensar. Dándole vueltas a la cabeza seguí sus poco sutiles indicaciones sorteando las mesas hasta atravesar unas puertas batientes hacia la cocina. A nuestras espaldas los camareros volvieron a su trabajo, dejando las especulaciones en el aire e ignorando a Samuel.

 

No pude evitar fijarme en que mi cocina, a pesar de ser más peque?a, era más bonita que la de Piscary's. Kist me condujo a través de la puerta metálica contra incendios. La abrió y encendió la luz de una peque?a habitación blanca con suelo de roble. Las puertas plateadas de un ascensor estaban a un lado. Unas anchas escaleras de caracol hacia abajo ocupaban gran parte de una pared. La escalera era elegante y la modesta lámpara de ara?a que colgaba encima tintineaba ligeramente por la corriente ascendente. Un reloj de madera del tama?o de una mesa colgaba de la pared frente a la escalera, resonando con fuerza.

 

—?Abajo? —dije intentando evitar parecer asustada. Si Nick no encontraba mi nota, no tenía posibilidades de volver a subir por esas escaleras.

 

La puerta contra incendios chirrió al cerrarse detrás de Kist y noté como cambiaba la presión del aire. La corriente no olía a nada, era casi como el propio vacío.

 

—Por el ascensor —dijo Kist, inesperadamente suave. Su postura cambió por completo al concentrarse en un pensamiento desconocido para mí. Me había dejado algunos de mis amuletos…

 

Las puertas del ascensor se abrieron inmediatamente cuando apretó el botón y entré. Kisl entró pegado a mí por detrás y nos giramos para mirar hacia la puerta mientras se cerraba. Con una suave presión en el estómago, el ascensor se puso en marcha hacia abajo. Inmediatamente giré el bolso y lo abrí.

 

—?Idiota! —exclamó Kist entre dientes.

 

Se me escapó un peque?o chillido cuando me empujó, inmovilizándome contra un rincón. El suelo se movió bajo mis pies y me quedé quieta, lista para actuar. Sus dientes estaban a centímetros de mí. Mi cicatriz de demonio palpitaba y contuve la respiración. Había menos feromonas aquí, pero eso no parecía importarme. Si ahora sonaba una musiquita típica de ascensor me pondría a gritar.

 

—No seas estúpida, ?te crees que no tiene cámaras aquí?

 

Empecé a jadear suavemente.

 

—Apártate de mí.

 

—Creo que no, querida —susurró provocándome sacudidas hormigueantes por el cuello y haciendo que la circulación me palpitase con fuerza—. Quiero comprobar hasta dónde puede llevarte esa cicatriz tuya del cuello… y cuando acabe, encontrarás un vial en tu bolso.

 

Me tensé y él se apretó más contra mí. El olor a cuero y seda me asaltaron agradablemente. No podía respirar cuando apartó mi pelo con la nariz.

 

—Tiene fluido de embalsamar egipcio —dijo y me tensé cuando sus labios rozaron mi cuello con sus palabras. No me atrevía a moverme y, siendo sincera, debo admitir que tampoco quería hacerlo mientras las ráfagas de cosquilleantes promesas fluían desde mi cicatriz—. Tíraselo a los ojos, lo dejará inconsciente.

 

No podía evitarlo. Mi cuerpo me exigía que hiciese algo. Relajé la tensión de los hombros, cerré los ojos y acaricié con la mano la suave superficie de su espalda. Kist se detuvo, sorprendido, luego deslizó las manos por mis costados hasta agarrarme por la cintura. Bajo la seda, sus músculos se tensaban al paso de mis dedos. Ascendí para jugar con las u?as entre el pelo de su nuca. Los suaves mechones tenían un color uniforme que solo podía haber salido de un bote y entonces me di cuenta de que se te?ía el pelo.

 

—?Por qué me ayudas? —le pregunté en voz baja, jugueteando con la cadena negra alrededor de su cuello. Los eslabones, calientes por el contacto con su cuerpo, tenían el mismo dise?o que las tobilleras de Ivy.

 

Noté como se movían sus músculos, tensándose de dolor en lugar de por el deseo.

 

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