El bueno, el feo yla bruja

—No —dijo Kist desde su rincón, y el grupo titubeó—. ?He dicho que no! —gritó poniéndose en movimiento con un paso rápido que enseguida se hizo más lento para ocultar una nueva cojera.

 

Los camareros se detuvieron, retorciendo el gesto con feas promesas y rodeándome a unos dos metros y medio de distancia. Dos metros y medio, pensé sintiendo náuseas al recordar mis entrenamientos con Ivy. Esa era la distancia de alcance de un vampiro vivo.

 

El vampiro con la entrepierna lastimada se puso en pie con los hombros hundidos y gesto de reproche. Kist se abrió paso entre el círculo y se detuvo frente a él con las manos en las caderas y los pies separados. Su camisa oscura de seda y sus pantalones de vestir le aportaban más sofisticación que el cuero que llevaba habitualmente. Tenía un cardenal en la mejilla bajo la barba de tres días que le llegaba casi hasta el ojo. Por la forma en la que se movía, diría que le dolían las costillas, pero creo que el verdadero da?o había sido para su orgullo. Había perdido su estatus de heredero en favor de Ivy.

 

—Piscary ha dicho que la retengáis, no que le deis una paliza —dijo Kist. Sus labios se quedaron pálidos cuando me quedé mirando el ara?azo que tenía bajo el flequillo.

 

Aunque Samuel era más grande, la demanda de obediencia de Kist era inequívoca. Un agrio mal genio había reemplazado su habitual expresión de flirteo, aportándole un punto rudo que siempre me había parecido atractivo en un hombre. Como todo jefe, Kist tenía problemas con sus empleados y de alguna forma el hecho de tener que enfrentarse a los marrones, igual que cualquiera, lo hacía más atractivo. Lo recorrí con la mirada, siguiendo el recorrido de mis ojos con el pensamiento. Malditas feromonas de vampiro.

 

El vampiro más corpulento, aún jadeante, me miró primero a mí y luego a Kist.

 

—Hay que cachearla. —Se pasó la lengua por los labios, mirándome fijamente hasta hacer que se me acelerase el pulso—. Yo me encargo.

 

Me puse tensa y pensé en mi pistola de bolas. Eran demasiados.

 

—No, lo hago yo —dijo Kist y el azul de sus ojos empezó a desaparecer tras un creciente círculo negro. Estupendo.

 

A rega?adientes, Samuel se retiró y Kist alzó la mano hacia mi bolso. Vacilé y al verlo arquear las cejas como diciendo ?solo necesito una excusa?, se lo entregué. Lo cogió y lo dejó de malos modos sobre una mesa cercana.

 

—Dame lo que lleves encima —dijo en voz baja.

 

Mirándolo a los ojos lentamente me llevé la mano a la espalda y le entregué mi pistola de bolas. Los vampiros que nos rodeaban no hicieron ni un ruido, ?quizá por respeto a mi peque?a pistola roja de bolas de pintura? No sabían con qué estaba cargada. Supe en el momento en el que me la metí por los pantalones que nunca llegaría a usarla. Fruncí el ce?o ante las oportunidades perdidas que nunca llegaron a existir en realidad.

 

—?La cruz? —me pidió y abrí el cierre de mi brazalete, dejándolo caer en su mano abierta. Sin decir nada lo dejó junto con la pistola en la mesa detrás de él. Dio un paso hacia delante y abrió los brazos en cruz. Obedientemente lo imité y se acercó aun más para cachearme.

 

Apreté la mandíbula mientras sus manos me recorrían. Allí donde me tocaba notaba un cálido hormigueo que se abría paso hacia mi cintura. La cicatriz no, la cicatriz no, pensé desesperadamente, sabiendo lo que pasaría si la tocaba. Las feromonas de vampiro eran tan espesas que casi podía verlas y simplemente la brisa que levantaba el ventilador me producía una agradable sensación desde el cuello hasta la ingle.

 

Me estremecí aliviada cuando apartó las manos.

 

—El amuleto del me?ique —me exigió y me lo quité, tirándoselo a la mano. Lo dejó junto a la pistola. Una expresión tensa surgió en sus ojos frente a mí—. Si te mueves, te mato —dijo.

 

Me quedé mirándolo sin entender nada.

 

Kist se acercó lentamente e inspiré con un siseo. Olía su tensión, sus reacciones tirantes, barajando cuál sería mi próximo movimiento. Noté su aliento en la clavícula y mis pensamientos saltaron a sus labios cuando me rozaban hacía cuatro días. Con la cabeza inclinada me miró de arriba abajo, titubeante y con una mirada vacía en sus ojos azules, ocultando su hambre.

 

Levantó la mano y me acarició la oreja con un dedo, bajando por el cuello y sobre los bordes de mi cicatriz. Se me doblaron las rodillas. Aspiré aire y me erguí. Le aparté el dedo con el dorso de la mano, deseosa de que satisficiese mis necesidades. él me cogió por la mu?eca antes de pudiese bajarla, tirando de mí hacia él. Me giré y le lancé una patada. él la interceptó y me desequilibró, tirándome. Caí de culo contra el duro suelo de madera. Levanté la vista para mirarlo mientras el resto de vampiros se reía. El rostro de Kist, sin embargo, estaba inexpresivo. No había rabia, ni especulación. Nada.

 

—Hueles a Ivy —dijo mientras me levantaba con el corazón martilleándome en el pecho—, pero no estás vinculada a ella. —Un escalofrío de satisfacción nubló su estoica expresión—. No ha podido hacerlo.

 

—?De qué estás hablando? —le espeté, avergonzada y enfadada mientras me sacudía la ropa.

 

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