Me puse en marcha. El restaurante tenía dos plantas y todas las ventanas estaban a oscuras. El yate seguía atracado en el muelle y el agua lo acariciaba suavemente. Solo había unos pocos coches en la zona más alejada del aparcamiento. Probablemente de los empleados. A la vez que caminaba le di media vuelta al bolso para sacar las estacas y las tiré. El estrépito que produjeron al chocar contra el asfalto resonó en mis oídos. Había sido una estupidez traerlas. Ni que yo pudiese clavarle una estaca a un vampiro no muerto. Probablemente la pistola de bolas que llevaba en la espalda metida por la cintura también era un gesto inútil, ya que estaba segura de que me cachearían antes de llevarme ante Piscary. El maestro vampiro había dicho que quería hablar conmigo, pero sería una tonta si pensase que se limitaría a eso. Si quería llegar hasta él con todos mis hechizos y amuletos tendría que entrar a la fuerza. Si les dejaba quitarme todo lo que llevaba, llegaría hasta él ilesa, pero bastante indefensa.
Abrí la botella de agua bendita y me la bebí a grandes tragos, derramándome las últimas gotas en las manos para mojarme el cuello. La botella vacía fue repiqueteando a hacer compa?ía a las estacas. Seguí caminando con mis silenciosas botas. El miedo por mi madre y la rabia por lo que le había hecho a Ivy impulsaban mis pies. Si fuesen demasiados, entraría sin amuletos. Nick y la AFI eran mi as en la manga.
Se me hizo un nudo en el estómago cuando empujé la pesada puerta para abrirla. La vaga esperanza de que no hubiese nadie desapareció cuando media docena de personas levantaron la vista de sus tareas. Eran todos vampiros vivos. El personal humano se había marchado ya. Apostaría a que los atractivos, llenos de cicatrices y complacientes humanos se habían ido a casa con los clientes favoritos.
Había mucha luz para que los empleados pudiesen limpiar y el apartado forrado de madera que me había parecido tan misterioso y excitante ahora se veía sucio y agotado. Casi como yo. La separación de vidrieras de colores a la altura de mi hombro que dividía la sala estaba rota. Una mujer menuda con el pelo hasta la cintura barría los fragmentos verdes y dorados hacia la pared. Se detuvo y se apoyó en la escoba cuando entré. Noté en el fondo de la garganta un olor extra?o, empalagoso e intenso. Mis pasos vacilaron al darme cuenta de que el aire estaba tan cargado de feromonas que incluso podía saborearlas.
Al menos Ivy había opuesto resistencia, pensé al ver que casi todos los vampiros lucían vendas o cardenales, y todos, excepto el vampiro sentado en la barra, estaban de mal humor. A uno le habían mordido y tenía un desgarro en el cuello y el uniforme rasgado por arriba. Con la luz del día el glamour y tensión sexual se habían evaporado, dejando únicamente una fealdad desgastada. Arrugué los labios con desagrado. Viéndolos con aquel aspecto resultaban repulsivos, pero aun así, la cicatriz de mi cuello empezó a cosquillearme.
—Bueno, mira quién ha venido —dijo el vampiro de la barra arrastrando las palabras. Su uniforme era más elaborado que el del resto. Se quitó la placa con su nombre cuando me vio posar los ojos en ella. Ponía ?Samuel?; era el vampiro que había dejado subir a Tarra arriba la noche que estuvimos aquí. Samuel se levantó y accionó un interruptor detrás del mostrador. El cartel de ?Abierto? detrás de mí se apagó—. ?Tú eres Rachel Morgan? —me preguntó con un tono lento y condescendiente marcado por la típica confianza de los vampiros.
Me apreté el bolso y pasé desafiante delante del cartel de ?Espere aquí a ser atendido?. Sí, soy una chica mala.
—Sí, soy yo —dije deseando que hubiese menos mesas. Mis pasos se hicieron más lentos cuando finalmente la precaución se abrió paso a través de mi rabia. Había roto la regla número uno: entrar cabreada. No pasaría nada si no hubiese roto también la importantísima regla número dos: no enfrentarse a un vampiro no muerto en su propio terreno.
Los camareros nos observaban y se me aceleró el pulso cuando Samuel se acercó a la puerta y la cerró con llave. Se giró y con indiferencia tiró el manojo de llaves al otro lado de la sala. Una silueta junto a la chimenea apagada levantó el brazo y reconocí a Kisten, invisible en las sombras hasta que se movió. Las llaves cayeron en la mano de Kist con un tintineo y desaparecieron. No sabía si debía estar enfadada con él o no. Había dejado a Ivy tirada y se había largado, pero también había intentado detenerlos.
—?Y esto es lo que le preocupa a Piscary? —dijo Samuel con una mueca de desprecio en su bello rostro—. Cosita esmirriada. Nada por arriba. —Me recorrió con mirada lasciva—. Ni por detrás. Imaginaba que serías más alta.
Intentó tocarme y di un respingo. Le lancé un pu?etazo y mi pu?o aterrizó en su palma abierta. Giré la mu?eca para agarrar la suya y tiré de él hacia delante, contra mi pie levantado. Dejó escapar todo el aire cuando lo alcancé en el estómago y lo golpeé, empujándolo hacia atrás. Lo seguí hasta el suelo y le solté un golpe en la entrepierna antes de levantarme.
—Y yo imaginaba que tú serías más listo —dije retirándome mientras él se retorcía en el suelo, jadeante.
Probablemente no fuese muy inteligente por mi parte hacer eso.
Los camareros dejaron caer al suelo sus trapos y escobas y se dirigieron hacia mí con un enervante paso lento. Se me aceleró la respiración y me quité el abrigo sacudiendo los hombros. Aparté una de las mesas con el pie para hacerme sitio para moverme. Tenía siete hechizos en la pistola. Había nueve vampiros. Nunca lograría detenerlos a todos. Me quedé paralizada y empecé a temblar al notar la corriente sobre mis hombros desnudos.