El bueno, el feo yla bruja

Sí, le debía a Glenn una disculpa. Me volví hacia Edden con un suspiro deprimido y de frustración.

 

—Dile a Glenn que lo siento —musité. Antes de que pudiese responder di media vuelta sobre mis tacones y me marché taconeando sobre la agrietada acera y los anchos escalones de piedra. Durante un momento hubo silencio, luego arrancó el ventilador del coche y Edden dio marcha atrás y se marchó. La música provenía del interior de la iglesia. Seguía disgustada por el dinero que me faltaba para el alquiler cuando abrí la pesada puerta y entré.

 

Ivy debía de estar en casa. Olvidé mi frustración por culpa de Edden ante la oportunidad de poder hablar finalmente con ella. Quería decirle que no había cambiado nada, que todavía era mi amiga… si ella seguía considerándome la suya. Declinar su oferta de convertirme en su heredera podría ser un insulto insalvable en el mundo de los vampiros. Aunque no lo creía. Lo poco que había podido saber de ella demostraba culpabilidad, no rabia.

 

—?Ivy? —la llamé con cautela.

 

El piano se calló en mitad de un acorde.

 

—?Rachel? —respondió Ivy desde el santuario. Había un preocupante tono de sobresalto en su voz. Maldición, iba a salir huyendo. Entonces arqueé las cejas sorprendida. No era una grabación. ?Teníamos un piano?

 

Me deshice de mi chaqueta, la colgué y entré en el santuario, parpadeando ante la repentina luz. Teníamos un piano. Teníamos un precioso piano de cuarto de cola negro resplandeciente bajo un rayo de sol ámbar y verde proveniente de la vidriera. Tenía la tapa abierta y se le veían las entra?as. Los cables brillaban y los registros parecían suaves como el terciopelo.

 

—?Cuándo has conseguirlo ese piano? —le pregunté y vi que estaba en posición y lista para salir corriendo. Doble maldición. Ojalá parase lo suficiente como para escucharme. La tensión de mis hombros se alivió al ver que cogía una gamuza y empezaba a frotar la pulida madera. Llevaba puestos unos vaqueros y una camiseta informal. Me sentí exageradamente arreglada con mi traje de chaqueta.

 

—Hoy —me contestó mientras seguía limpiando el polvo inexistente de la madera. Quizá si no decía nada acerca de lo que había pasado podríamos volver a como estaban las cosas antes. Ignorar el problema era una forma perfectamente aceptable de encargarse de él, siempre y cuando ambas partes acordaran no volver a mencionarlo nunca más.

 

—No pares por mí —dije en un esfuerzo por decir algo antes de que encontrase un motivo para irse.

 

Dio la vuelta para frotar la parte de atrás y me acerqué para tocar un do mayor.

 

Ivy se irguió, cerró los ojos y detuvo la gamuza.

 

—Do mayor —dijo relajando su rostro ovalado.

 

Elegí otra tecla y la mantuve pulsada para escuchar su eco en las vigas. Sonaba maravillosamente en el espacio abierto y de paredes desnudas, especialmente teniendo en cuenta que habían desaparecido las colchonetas.

 

—Fa sostenido —susurró y presioné dos teclas a la vez—. Do y re sostenidos —dijo abriendo los ojos—. Esa es una combinación horrible.

 

Sonreí aliviada al ver que me miraba a los ojos.

 

—No sabía que supieras tocar —dije subiéndome más el bolso en el hombro.

 

—Mi madre me obligó a tomar clases.

 

Asentí como ausente y saqué el dinero del bolso. Mis pensamientos volvieron a nuestras discrepancias y me incliné sobre el piano para entregarle el dinero. Ivy se compraba un piano de cola y mi cómoda era de contrachapado. Con la cabeza gacha sobre el dinero lo contó.

 

—Te faltan doscientos —dijo.

 

Cogí aire y me fui a la cocina. La culpa me pesaba. Dejé el bolso sobre la mesa antigua de Ivy y me acerqué a la nevera para buscar un zumo.

 

—Edden me ha reducido la paga —le grité en dirección al santuario pensando que no se marcharía si hablábamos de dinero—. Pero conseguiré el resto, voy a hablar otra vez con el equipo de béisbol.

 

—Rachel… —dijo Ivy desde el pasillo y me giré con el corazón en la boca. No había oído sus pasos. Me pilló por sorpresa y vi en su rostro una expresión de dolor interior. Tenía el patético intento de compensación de Edden en la mano. Ahora mismo lo odiaba todo, absolutamente todo.

 

—Olvídalo —dijo haciéndome sentir aun mejor—, yo te pongo lo que falta este mes.

 

Otra vez, concluí su frase para mis adentros. Maldita sea, debería ser capaz de pagar mis propias facturas.

 

Kim Harrison's books