El bueno, el feo yla bruja

—Si me tocas, lo lamentarás —le amenacé al abrir de golpe la puerta junto a la que sostenía Jonathan.

 

El vestíbulo principal era espacioso y estaba inquietantemente vacío. No se oía el murmullo amortiguado de los trabajadores pues todos se habían ido a casa para el fin de semana. Sin esperar a Jonathan, me adentré por el ancho pasillo hacia la oficina de Trent. Rebusqué con las manos en mi bolso y saqué las sacrílegamente caras y criminalmente feas gafas encantadas y me las puse sobre la nariz. Jonathan abandonó su paripé de anfitrión refinado y dejó a Edden atrás para alcanzarme.

 

Caminé por el pasillo con los pu?os apretados y dando taconazos. Quería ver a Trent. Quería decirle lo que pensaba de él y escupirle a la cara por haber intentado quebrar mi voluntad, obligándome a participar en las peleas ilegales de ratas.

 

Las puertas de cristales al ácido a ambos lados del pasillo estaban abiertas y dejaban ver las mesas vacías. Al fondo del pasillo había un mostrador de recepción aprovechando un hueco frente a la puerta del Trent. La mesa de Sara Jane estaba tan pulcra y organizada como ella misma. Con el corazón en la boca alargue el brazo del picaporte de la puerta de Trent y di un respingo hacia atrás cuando Jonathan me alcanzó. Me echó una mirada que estremecería a un perro en pleno ataque y lo obligaría a tumbarse. El alto esbirro llamó a la puerta de madera del despacho de Trent y esperó hasta que su voz amortiguada contestase antes de abrir.

 

Edden se puso a mi lado y me miró de reojo sacudiendo la cabeza, sorprendido al ver mis gafas. Tenía los nervios de punta y me toqué el sombrero y tiré de la chaqueta para estirarla. Quizá debí haberle pedido a Ivy un préstamo para comprarme las gafas bonitas. El sonido del agua cayendo sobre las piedras se filtró desde la oficina de Trent y entré pegada a los talones de Jonathan.

 

Trent se levantó de detrás de su mesa cuando entré. Tomé aire para ofrecerle un sarcástico, aunque sincero, saludo. Quería decirle que sabía que había matado a la doctora Anders. Quería decirle que era escoria. Quería gritarle a la cara que yo era mejor que él, que nunca lograría doblegarme, que era un cabrón manipulador y que iba a acabar con él. Pero no dije nada. Me dejó desconcertada su calma, su fuerza interior. Era el hombre más sereno que había conocido jamás y me quedé de pie en silencio mientras sus pensamientos pasaban ostensiblemente de otros asuntos para concentrarse en mí. Y no, no usaba ningún hechizo de líneas luminosas para estar tan bien. Era todo suyo.

 

Cada uno de los mechones de su fino y casi transparente cabello estaba en su sitio. Su traje gris con forro de seda no tenía ni una arruga y acentuaba su silueta de estrecha cintura y anchos hombros que me había pasado tres días comiéndome con los ojos siendo un visón. Desde su altura superior a la mía me ofreció su sonrisa característica, con una envidiable mezcla de calidez e interés profesional. Se ajustó la chaqueta con despreocupada lentitud. Sus largos dedos atrajeron mi atención al manipular el último botón. Solo llevaba un anillo en la mano derecha y, al igual que yo, no llevaba reloj. Se suponía que solo tenía tres a?os más que yo, lo que lo convertía en uno de los solteros más ricos del pu?etero planeta, pero el traje le hacía parecer mayor. Aun así, su definida mandíbula, así como sus suaves mejillas y nariz peque?a le daban un aspecto más apropiado para la playa que para la sala de juntas. Seguía sonriendo con una sonrisa confiada, casi ufana, cuando inclinó la cabeza y se quitó las gafas metálicas para dejarlas sobre la mesa. Avergonzada, me quité mis gafas encantadas y las guardé en la funda rígida de piel. Me fijé en su brazo derecho cuando dio la vuelta a la mesa. La última vez que lo vi lo llevaba escayolado, motivo por el cual probablemente había fallado al dispararme. Tenía una leve marca de piel más clara entre la mano y el pu?o de la chaqueta que el sol no había tenido aún la ocasión de oscurecer.

 

Me erguí cuando su mirada se posó en mí, deteniéndose brevemente en mi anillo para el me?ique, el mismo que me había robado y que me devolvió simplemente para demostrarme que podía hacerlo. Finalmente se quedó mirando mi cuello y las casi invisibles cicatrices del ataque del demonio.

 

—Se?orita Morgan, no sabía que trabajaba para la AFI —dijo a modo de saludo y sin hacer ademán alguno de darme la mano.

 

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