El Código Enigma

—?Se?or, los pondremos primero, con su permiso, se?or! —dice Bobby Shaftoe—. Porque sus dedos se descongelarán primero, y cuando eso suceda estaremos jodidos, ?se?or!

 

—Bien, colóquenle esto primero —dice Ethridge, y les pasa un reloj. Es una belleza: un cronómetro suizo de uranio sólido, su corazón envuelto enjoyas palpita como el latido de un peque?o mamífero. Lo agita por el extremo de la correa, fabricada con eslabones metálicos unidos con pericia. Es tan pesado que podría aturdir a un lucio.

 

—Bonito —dice Shaftoe—, pero no da la hora con demasiada precisión.

 

—Sí que lo hace —dice Ethridge— en la zona horaria a la que vamos.

 

El escarmentado Shaftoe vuelve a trabajar. Mientras tanto, el teniente Ethridge y Root ayudan. Traen los restos torpemente aserrados de Heladito el Cerdo a la carnicería y los suben a una balanza enorme. Pesa como treinta kilos, lo que co?o signifique eso. Enoch Root, mostrando un apetito por el trabajo físico que es debida y silenciosamente anotado por los hombres, trae otro cerdo, tan rígido como un Radio Flyer, y lo pone en la báscula, por lo que el total es de setenta. Ethridge aparta las moscas y coge los trozos de carne que estaban sobre los bloques cuando se evacuó el lugar. Los arroja a la báscula y la aguja alcanza unos cien kilos. A partir de ese punto, alcanzan los ciento treinta con jamones y trozos de carne para asar que traen uno a uno del congelador. Enoch Root —quien parece un buen conocedor de exóticos sistemas de medida— ha hecho sus cálculos, comprobándolos dos veces, y ha establecido que el peso de Gerald Hott, convertido a kilogramos, es de ciento treinta.

 

Toda la carne acaba en el ataúd. Ethridge cierra la tapa de un golpe, atrapando en su interior algunas moscas que no tienen ni idea de lo que les espera. Root lo rodea con un martillo en la mano, clavándole doce clavos con golpes seguros y potentes al estilo carpintero-de-Nazaret.

 

Mientras tanto, Ethridge ha sacado un manual militar de su cartera. Shaftoe está cerca y puede leer el título, impreso en letras mayúsculas sobre una tapa verde oliva:

 

PROCEDIMIENTOS DE SELLADO DE ATAúDES

 

III PARTE: AMBIENTES TROPICALES

 

VOLUMEN II: SITUACIONES DE ALTO RIESGO DE ENFERMEDADES (PESTE BUBóNICA. ETC.)

 

Los dos tenientes dedican una buena hora a seguir las instrucciones del manual. No son complicadas, pero Enoch encuentra continuamente ambigüedades sintácticas y quiere explorar sus ramificaciones. Al principio, eso pone nervioso a Ethridge, luego sus emociones tienden a la impaciencia y, al fin, al pragmatismo extremo. Para hacer que el capellán se calle, Ethridge confisca el manual y hace que Root pinte el nombre de Hott en el ataúd y lo cubra de pegatinas rojas llenas de advertencias sanitarias tan horrorosas que tan sólo los encabezados de los textos inducen una ligera náusea. Para cuando Root termina, la única persona que puede legalmente abrir el ataúd es el general George C. Marshall en persona e incluso él tendría que obtener primero un permiso especial del Director General de Salud Pública y evacuar a cualquier ser vivo en un radio de cien millas.

 

—El capellán habla raro —dice en un momento dado el soldado Nathan, escuchando, boquiabierto, uno de los debates Root/Ethridge.

 

—?Sí! —exclama el soldado Branph, como si el acento sólo fuese apreciable para un oyente especialmente experto—. ?Qué acento es ése?

 

Todos los ojos se vuelven hacia Bobby Shaftoe, que finge escuchar durante un rato y luego dice:

 

—Bien, amigos, creo que ese Enoch Root es el descendiente de un largo linaje de misioneros holandeses, y posiblemente alemanes, en las islas de los mares del sur, mezclado con australianos. Y además, yo diría, ya que creció en territorio controlado por los británicos, que posee pasaporte británico y fue reclutado cuando empezó la guerra y ahora forma parte de las Fuerzas Armadas de Australia y Nueva Zelanda, ANZAC.

 

—?Ja! —ruge el soldado Daniel—, si todo eso es cierto, te doy cinco dólares.

 

—Hecho —dice Shaftoe.

 

Ethridge y Root terminan de sellar el ataúd más o menos cuando Shaftoe y sus marines terminan de colocar el último elemento del traje. Necesitan un buen cargamento de polvos de talco, pero lo consiguen. Ethridge le ha proporcionado el talco, que no es militar, sino de algún lugar de Europa. Algunas de las letras en la etiqueta tienen encima parejitas de puntos, que Shaftoe sabe que son una característica de la lengua alemana.

 

Un camión, que huele a pintura fresca (es un camión del Destacamento 2702) llega hasta la zona de carga. Recibe el ataúd sellado y el carnicero muerto ahora vulcanizado.

 

—Voy a quedarme por aquí y comprobar los cubos de basura —le dice el teniente Ethridge a Shaftoe—. Nos veremos en el campo de aviación en una hora.

 

Shaftoe se imagina una hora en la parte de atrás de un camión caliente con esa carga.

 

—?Quiere que lo mantenga en hielo, se?or? —pregunta.

 

Ethridge lo medita durante un buen rato. Se chupa los dientes, comprueba la hora, refunfu?a. Pero cuando al fin contesta parece bastante seguro:

 

—Negativo. Es imperativo para los propósitos de esta misión que ahora lo mantengamos en modo de descongelación.

 

El soldado de primera Hott y el ataúd lleno de carne ocupan el centro de la plataforma del camión. Los marines se sientan a un lado, dispuestos como portadores de féretro. Shaftoe se descubre a sí mismo contemplando el rostro de Enoch Root, que mantiene una expresión de indiferencia forzada.

 

Shaftoe sabe que debería esperar, pero no puede soportarlo.

 

—?Qué hace aquí? —dice al fin.

 

—El destacamento se traslada —dice el reverendo—. Más cerca del frente.

 

—Acabamos de bajar del puto barco —dice Shaftoe—. Claro que vamos a acercarnos al frente… no podemos alejarnos a menos que nademos.

 

—Durante el traslado —dice Root con serenidad—, yo iré también.

 

—No me refiero a eso —dice Bobby Shaftoe—. Lo que quiero decir es ?por qué necesita el destacamento un jodido capellán?

 

—Ya conoces a los militares —dice Root—. Toda unidad debe tenerlo.

 

—Da mala suerte.

 

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