Vale, así que el soldado de primera clase Gerald Hott, de Chicago, Illinois, no ascendió lo que se dice volando por el escalafón durante su estancia de quince a?os en el ejército de los Estados Unidos. Sin embargo, sabía trinchar de cojones un lomo asado. Era tan diestro con un cuchillo de deshuesar como Bobby Shaftoe con la bayoneta. ?Y quién sabe si un carnicero militar, al conservar los limitados recursos de una res muerta y al seguir escrupulosamente las reglas sanitarias, no está salvando tantas vidas como un guerrero de ojos acerados? Ser militar no es sólo matar nipos, teutones e ítalos. También se trata de matar animales… y comerlos. Gerald Hott era un guerrero del frente que mantenía su congelador tan limpio como una sala de operaciones y por tanto es adecuado que haya terminado dentro de uno.
Bobby Shaftoe compone esa peque?a elegía en su cabeza mientras se estremece en el frío subártico de lo que fue un contenedor de carne francés del tama?o y la temperatura de Groenlandia y que ahora pertenece al ejército de los Estados Unidos, rodeado por los restos terrenales de varias manadas de ganado y un carnicero. Ha asistido a más de un funeral militar durante su breve periodo en el servicio, y siempre ha admirado la habilidad del capellán para inventarse emocionantes elegías sobre el difunto. Circula el rumor de que cuando los militares admiten reclutas que no superan las pruebas físicas pero parecen tener cerebro, les ense?an a mecanografiar, los sientan frente a escritorios y escriben esas cosas, día tras día. No es mal puesto si puedes conseguirlo.
Los cuerpos congelados cuelgan de los ganchos formando largas filas. Bobby Shaftoe se va poniendo más y más tenso mientras sube y baja por los pasillos, preparándose para ver lo que está a punto de ver. Casi es preferible cuando la cabeza de tu compa?ero estalla de repente justo cuando está dando vida a un cigarrillo: un montaje como éste puede volverte loco.
Finalmente rodea el final de una fila y descubre a un hombre dormitando en el suelo, abrazado a un cerdo, que aparentemente estaba a punto de desmembrar en el momento de la muerte. Lleva allí unas doce horas y su temperatura corporal ronda los menos diez grados Fahrenheit.
Bobby Shaftoe se cuadra para encararse con el cuerpo y respirar profundamente el aire helado y con olor a carne. Cruza sus manos cianóticas sobre el pecho de una forma que resulta simultáneamente devota y buena para darles calor.
—Buen Dios —dice en voz alta. La voz no resuena; la carne la absorbe—. Perdona a este marine por este acto, su deber, que está a punto de realizar, y ya que estás en ello, perdona al superior de este marine a quien Tú en Tu infinita sabiduría has considerado dar el cargo, y perdona a todos sus superiores por iniciar este asunto.
Considera el continuar así un rato más, pero al final decide que no es peor que clavarle la bayoneta a un nipo y que adelante. Se acerca a los cuerpos abrazados del soldado de primera Gerald Hott y de Hela-dita el Cerdo e intenta separarlos sin éxito. Se agacha a su lado y mira bien al primero de ellos. Hott es rubio. Tiene los ojos medio cerrados, y cuando Shaftoe los ilumina con una linterna, por entre las rendijas se puede ver un destello de azul. Hott es un hombre grande, doscientas veinticinco fáciles en buena forma, ahora seguro que doscientas cincuenta. La vida en una cocina militar no facilita que alguien mantenga su peso, o (por desgracia para Hott) su sistema cardiovascular en algo remotamente similar a unas buenas condiciones.
Hott y su uniforme estaban secos cuando se produjo el ataque al corazón, por lo que, gracias a Dios, la tela no está congelada sobre la piel. Shaftoe puede cortarla en su mayor parte con varios movimientos largos de su exquisitamente afilado cuchillo V—44 ?Gung Ho?. Pero la hoja de nueve pulgadas y media, casi un machete, del V—44 es completamente impropiada para la lucha realmente cercana —por ejemplo, desnudar las axilas y la ingle— y le han dicho que tenga cuidado y que no produzca rasgu?os, por lo que ahora debe hacer uso del estilete USMC Marine Raider, cuya esbelta hoja doble de siete pulgadas y cuarto parece haber sido dise?ada expresamente para ese tipo de procedimientos, aunque el mango en forma de pez, fabricado de metal sólido, comienza a congelarse al cabo de un rato pegándose a las sudorosas palmas de Shaftoe.
El teniente Ethridge revolotea frente a la puerta del congelador-tumba. Shaftoe pasa junto a él y se dirige directamente a la salida del edificio, ignorando las preguntas de Ethridge:
—?Shaftoe? ?Cómo ha ido?
No se detiene hasta no haber salido de la sombra del edificio. El sol del norte de áfrica recorre su cuerpo como un ba?o de morfina. Cierra los ojos y orienta el rostro en su dirección, une las manos congeladas para acumular el calor y dejarlo descender por los antebrazos, caer por los codos.
—?Cómo ha ido? —vuelve a repetir Ethridge.
Shaftoe abre los ojos y mira a su alrededor.
El puerto es una luna creciente de color azul con millas de embarcaderos entremezclados unos con otros como si se tratase de diagramas de pasos de baile. Uno de ellos está cubierto con los mu?ones desgastados de antiguos baluartes y junto a él yace un acorazado francés medio hundido, todavía exhalando humo y vapor al aire. A su alrededor, los barcos de la Operación Antorcha descargan mierda a un ritmo increíble. Las redes de carga se elevan de los contenedores y caen con un ruido sordo sobre los muelles como escupitajos gigantes. Los estibadores izan, los camiones transportan, las tropas desfilan, las chicas francesas fuman cigarrillos yanquis. Los argelinos proponen empresas conjuntas.