El Código Enigma

—Cuando se trata de negocios, la gente rara vez planea hacer las cosas una única vez —dice Randy—. Estropea las hojas de cálculo.

 

—Ya sabe, a estas alturas, que las aguas de la zona son poco profundas.

 

—Ya sabe que no se pueden tender cables en aguas poco profundas sin realizar análisis extremadamente detallados con sonar de Sidescan de alta resolución.

 

—Sí.

 

—Me gustaría realizar esos análisis para usted, Randy.

 

—Comprendo.

 

—No, no creo que comprenda. Pero quiero que comprenda, y por eso voy a explicárselo.

 

—Muy bien —dice Randy—. ?Debo llamar a mi socio?

 

—El concepto que voy a exponerle es muy simple y no requiere de dos mentes de alto nivel para procesarlo —dice Doug Shaftoe.

 

—Vale. ?Cuál es el concepto?

 

—El análisis detallado estará lleno de información nueva sobre lo que hay en el fondo del océano en esta parte del mundo. Parte de esa información podría tener mucho valor. Más valor del que imagina.

 

—Ah —dice Randy—. Quiere decir que podría ser el tipo de cosa que su empresa sabe cómo convertir en dinero.

 

—Exacto —dice Doug Shaftoe—. Ahora bien, si contrata a uno de mis competidores para realizar el análisis, y consiguen esa información. no se lo dirán a usted. La explotarán ellos solos. Usted no se enterará de que hayan encontrado nada y no recibirá ningún beneficio. Pero si contrata Semper Marine Services, le diré todo lo que encuentre, y le daré a usted y a su compa?ía una parte de los beneficios.

 

—Miran —dice Randy. Intenta decidir cómo poner cara de póquer, pero sabe que para Shaftoe es como un libro abierto.

 

—Con una condición —dice Doug Shaftoe.

 

—Sospechaba que habría una condición.

 

—Todo anzuelo efectivo tiene una púa. Esta es la púa.

 

—?Cuál es?

 

—Que lo mantengamos en secreto frente a ese hijo de puta —dice Doug Shaftoe, se?alando con el dedo a Hubert Kepler—. Porque si el Dentista lo descubre, entonces él y los Bolobolos se lo repartirán entre ellos y nosotros nos quedaremos sin nada. Incluso cabría la posibilidad de que acabásemos muertos.

 

—Bien, ciertamente tendremos que meditar sobre la parte de acabar muertos —dice Randy—, pero le transmitiré su propuesta a mi socio.

 

 

 

 

 

Metro

 

 

 

 

Waterhouse y varias docenas de extra?os van de pie y sentados en una habitación extraordinariamente estrecha y larga que se balancea de un lado a otro. La habitación está llena de ventanas, pero por ellas no entra luz, sólo sonido: muchos retumbos, traqueteos y chirridos. Todos parecen pensativos y silenciosos, como si estuviesen sentados en una iglesia esperando a que empiece la misa.

 

Waterhouse está de pie agarrado a un protuberancia anclada en el techo que le impide balancearse dentro de la lata. Durante los últimos minutos ha estado prestando atención a un póster que explica cómo ponerse una máscara de gas. Waterhouse, como todos los demás, lleva uno de esos dispositivos dentro de una peque?a bolsa colgada al hombro. La de Waterhouse tiene un aspecto diferente porque es americana y militar. Ha llamado la atención de los demás.

 

En el póster hay una mujer encantadora y con estilo, de piel blanca y de pelo casta?o que parece haber sido moldeado químicamente y recompuesto a su forma actual en un salón de belleza de alta categoría. Está de pie, con la columna como el asta de una bandera, la barbilla al aire, los codos doblados, las manos en postura ritual: los dedos extendidos, los pulgares en el aire justo frente a la cara. Entre sus manos cuelga una masa siniestra, sostenida en la mara?a de cintas color caqui. Los pulgares levantados son los ejes de esa diminuta red.

 

Waterhouse lleva en Londres un par de días y conoce el resto de la historia. Reconocería esa pose en cualquier sitio. ésa mujer está preparada para ponerse la máscara. Si el gas cae alguna vez sobre la capital, las alarmas de gas sonarán y las partes altas de los pesados buzones, que han sido tratados con una pintura especial, se volverán negras. Veinte millones de pulgares se?alarán el cielo verdoso y ponzo?oso, diez millones de máscaras de gas colgarán de ellos, diez millones de barbillas se levantarán. Puede imaginar el exquisito sonido de la piel suave y blanca de esa mujer ajustándose entre los límites de la goma negra.

 

Una vez que esté completo el movimiento de barbilla, todo está bien. Tienes que colocar correctamente las cintas sobre la permanente casta?a y mantenerte a cubierto, pero lo peor del peligro ya ha pasado. Las máscaras antigás británicas tienen una zona redonda y corta en la parte delantera para permitir la exhalación, que tiene exactamente el aspecto del morro de un cerdo, y ninguna mujer aceptaría ponerse semejante cosa si las modelos de los póster no fuesen tal parangón de belleza.

 

Algo le llama la atención en la oscuridad más allá de las ventanas. El tren ha llegado a una de esas zonas del metro donde luces tenues se ciernen sobre ellos, traicionando los secretos estigios del metro. Todos los ocupantes del vagón parpadean, miran y toman aliento. Durante un momento el mundo se ha materializado a su alrededor. Fragmentos de una pared, apuntalamientos incrustados, haces de cables, cuelgan en el espacio, girando lentamente, como cuerpos astronómicos, mientras el tren avanza.

 

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