—Listo —responde una voz.
Algo grande desciende hacia Shaftoe. Se agacha sobre la cama, porque se parece exactamente a los huevos siniestros soltados en el aire por los bombarderos nipos. Pero se detiene y flota en el aire.
—Sonido —dice otra voz.
Shaftoe mira con mayor atención y ve que no es una bomba, sino un enorme micrófono en forma de bala al final de un brazo.
El teniente con el tupé se inclina, buscando instintivamente la luz, como un viajero en una fría noche de invierno.
Se trata de ese tipo de las películas. ?Cuál es su nombre? ?Oh, sí!
Ronald Reagan tiene sobre el regazo un montón de tarjetas de tres pulgadas por cinco. Coge una nueva:
—?Qué consejo daría usted, como el americano más joven que ha obtenido la Cruz de la Marina y la Estrella de Plata, a los jóvenes marines que se dirigen a Guadalcanal?
Shaftoe no tiene que pensárselo demasiado. Los recuerdos siguen tan claros como la undécima pesadilla de la noche pasada: ?diez valientes nipos en Carga suicida!
—Mata primero al que lleva la espada.
—Ah —dice Reagan, elevando las cejas bien perfiladas, y moviendo el tupé en dirección a Shaftoe—. Muy inteligente… a por ellos porque son los oficiales, ?no?
—?No, gilipollas! —aulló Shaftoe—. ?Los matas porque tienen putas espadas! ?Alguna vez ha visto a alguien corriendo en su dirección agitando una puta espada?
Reagan retrocede. Ahora está asustado, el sudor hace que se le corra el maquillaje, aunque por la ventana entra una ligera brisa fresca procedente de la bahía.
Reagan sólo desea dar media vuelta, volver a Hollywood y metérsela a alguna aspirante a estrella. Pero está atrapado aquí, en Oakland, entrevistando al héroe de guerra. Repasa el montón de tarjetas, rechazando como veinte de ellas. Shaftoe no tiene prisa, va a permanecer tendido en esa cama de hospital aproximadamente durante el resto de su vida. Incinera medio cigarrillo con una larga chupada, contiene el humo y expulsa un anillo.
Cuando luchaban de noche, los ca?ones de los barcos producían anillos de gas incandescente. No como rosquillas gruesas, sino delgados, que se retorcían como lazos. El cuerpo de Shaftoe está saturado de morfina. Los párpados le caen en avalancha sobre los ojos, calmando el ardor y la inflamación causados por las luces y el humo de los cigarrillos. él y su pelotón corren desafiando la marea que se aproxima, intentando atravesar un cabo. Son marine raiders y han estado persiguiendo a una unidad nipo específica por todo Guadalcanal durante dos semanas, mermándolos. Mientras sigan por allí, se les ha ordenado llegar a cierto punto del cabo, desde donde deberían poder bombardear con los morteros al Expreso de Tokio que se aproxima. Es una táctica algo atolondrada e imprudente, pero no lo llaman Operación Cuatro Cuartos por nada; es una absurda improvisación desde el principio. Van retrasados porque ese peque?o grupo de nipos se ha mostrado realmente tenaz, poniendo emboscadas tras cada tronco caído, disparándoles cada vez que se acercaban a una ensenada…
Algo pegajoso le golpea en la frente: es el maquillador que le da un repaso. Shaftoe se encuentra de vuelta en la pesadilla que a su vez contenía la pesadilla del lagarto.
—?Le he hablado del lagarto? —dice Shaftoe.
—Varias veces —responde su interrogador—. No nos llevará más que un minuto. —Ronald Reagan sostiene entre el pulgar y el índice una nueva tarjeta de tres por cinco, con una pregunta algo menos emocional—. ?Qué hacían usted y sus compa?eros por las noches cuando terminaban de luchar?
—Apilar nipos muertos con un bulldozer —dice Shaftoe—, y prenderles fuego. Luego íbamos a la playa con una botella de aguardiente y veíamos cómo torpedeaban a nuestros barcos.
Reagan hace una mueca.
—?Corten! —dice, con tranquilidad pero con voz de mando. El sonido de la cámara se apaga.
—?Qué tal he estado? —dice Bobby Shaftoe mientras le quitan el maquillaje de la cara y guardan el equipo. Las luces de carbono se han apagado, y la luz clara del norte de California entra por la ventana. Toda la escena parece casi real, como si no fuese una pesadilla.
—Ha estado genial —dice el teniente Reagan, sin mirarle a los ojos—. Un buen estímulo para la moral —enciende un cigarrillo—. Ahora puede volver a dormir.
—?Ja! —dice Shaftoe—. Hace rato que estoy dormido. ?No?
Se siente mucho mejor cuando le dejan salir del hospital. Le dan un par de semanas de permiso, va derecho a la estación de Oakland y se mete en un tren con dirección a Chicago. Los otros pasajeros le reconocen por las fotos en los periódicos, le invitan a beber, posan con él para fotografías de recuerdo. Durante horas mira por la ventana, viendo pasar América, y ve que todo es hermoso y está limpio. Puede que haya lugares salvajes, puede que haya bosques profundos, puede que haya osos grizzly y pumas, pero todo está bien separado, y las reglas (no juegues con los oseznos, por la noche cuelga la comida de la rama de un árbol) son bien conocidas, y han sido publicadas en el manual de los boy scouts. En las islas del Pacífico hay demasiadas cosas con vida, y todo se encuentra en el continuo proceso de comer y ser comido por otra cosa y, en cuanto pones el pie allí, estás metido en el mismo lío. El sólo hecho de estar sentado en un tren durante un par de días, con los pies metidos en calcetines limpios de algodón blanco, sin ser comido por otra cosa, ayuda mucho a aclararle la cabeza. Sólo en una ocasión, o quizás en dos o tres, siente realmente la necesidad de refugiarse en el trono e inyectarse morfina en el brazo.