Baja una acera, mirando por reflejo a la izquierda. Oye en el oído derecho un tintineo, barritan los frenos de una bicicleta. No es más que un marine real (Waterhouse empieza a reconocer los uniformes) haciendo un recado; pero lleva refuerzos a la espalda en la forma de un autobús autocar pintado de verde olivo y marcado por todas partes con números inescrutables.
—?Perdóneme, se?or! —dice el marine real con una sonrisa, y le esquiva, aparentemente suponiendo que el autocar puede manejar cualquier situación de limpieza. Waterhouse da un salto, directamente frente a un taxi negro que viene en sentido contrarío.
Pero después de atravesar esa calle en particular, llega a su destino en Westminster sin más incidentes que amenacen su vida, a menos que se tenga en cuenta el estar a unos pocos minutos de vuelo en avión de una horda extremadamente organizada de alemanes asesinos con las mejores armas del mundo. Se encuentra en una zona de la ciudad que se parece a ciertas áreas sin luz y cercadas de Manhattan: calles estrechas bordeadas de edificios de unos diez pisos de alto. Ocasionales visiones de antiguos y enormes edificios góticos al fondo de la calle le dan a entender que está metido hasta el cuello en grandeza. Como en Manhattan, la gente camina con rapidez, cada persona con un propósito claro en la cabeza.
Los tacones reparados de los zapatos de época de guerra de los peatones resuenan metálicamente. Cada peatón mantiene una longitud de paso razonablemente consistente y golpea casi con precisión metro-nómica. Un micrófono en la acera le ofrecería a un fisgón una cacofonía de clics, aparentemente caótica como el ruido de un contador Geiger. Pero la persona adecuada abstraería la se?al del ruido y contaría los peatones, daría un recuento de hombres y mujeres y un histograma de longitud de las piernas…
Debía dejar de hacerlo. Le gustaría concentrarse en el asunto que tiene entre manos, pero sigue siendo un misterio.
Una escultura moderna enorme y mazacote se asienta sobre la entrada de metro del parque James, vigilando las veinticuatro horas del día los Edificios Broadway, que en realidad es un único edificio. Como cualquier otro cuartel de inteligencia en el que Waterhouse haya estado, es una gran decepción.
No es más, después de todo, que un edificio: piedra anaranjada, más o menos diez pisos, un techo abuhardillado irracionalmente alto ocupando los tres últimos, algunos adornos clásicos sobre las ventanas, que como todas las ventanas de Londres han sido divididas en ocho triángulos rectos por medio de cinta adhesiva. A Waterhouse le parece que ese estilo encaja mejor con la arquitectura clásica que, digamos, el gótico.
Tiene algunos conocimientos de física, y le parece poco creíble que, en caso de que varios cientos de libras de trinitrotolueno estallen en el vecindario y la onda de choque resultante se propague por un enorme panel de vidrio, la gente situada al otro lado obtenga algún beneficio de un asterisco de cinta de papel. Es un gesto supersticioso, como los conjuros en las granjas de Pensilvania. La vista de la cinta adhesiva posiblemente mantenga a la gente centrada en el esfuerzo bélico.
Lo que no parece funcionar en el caso de Waterhouse. Cruza cuidadosamente la calle, concentrándose en la dirección del tráfico, actuando con la suposición de que alguien en el interior le esté observando. Entra, sosteniendo la puerta para una joven temiblemente vigorosa vestida con un traje semimilitar —que deja claro a Waterhouse que será mejor que no espere Llegar a Ningún Sitio sólo porque le sostenga la puerta— y luego para un caballero septuagenario de aspecto cansado con un bigote blanco.
El vestíbulo está bien protegido, y hay mucho ajetreo con las credenciales de Waterhouse y sus órdenes. Y luego comete el error obligatorio de equivocarse de piso porque allí la numeración es diferente. Sería mucho más divertido si no se tratase de un edificio de inteligencia militar en medio de la mayor guerra de la historia del mundo.
Cuando al fin llega al piso correcto, resulta ser un poco más elegante que el equivocado. Claro, la estructura subyacente de todo en Inglaterra es lujosa. No hay punto medio para esa gente. Tienes que recorrer una milla para encontrar una cabina telefónica, pero cuando la has encontrado, ha sido construida como si el que alguien dinamitase sin razón las cabinas telefónicas hubiese sido un serio problema en algún momento del pasado. Y un buzón británico podría detener un tanque alemán. Ninguno de ellos tiene coche, pero si lo tienen, se trata de bestias de tres toneladas fabricadas a mano. La idea de hacer en serie un montón de coches es inconcebible: hay ciertos procedimientos a seguir, se?or Ford, como soldar a mano el radiador o el corte tradicional de las ruedas a partir de un bloque sólido de caucho.