—?Qué magia? ?Envía el vídeo por la línea telefónica?
—Exacto.
—?No hace ya mucho tiempo que la gente manda vídeo por teléfono?
—En este caso, la diferencia está en el software. No intentamos enviar el vídeo en tiempo real; es demasiado caro. Almacenamos los datos en un servidor central, y luego nos aprovechamos de los parones, cuando el tráfico se reduce en los cables submarinos, y enviamos los datos por esos mismos cables cuando resulta barato hacerlo. Al final, los datos acaban en las instalaciones de Epiphyte en Intramuros. Desde allí empleamos tecnología inalámbrica para enviar los datos a las tiendas 24 Jam en toda el área metropolitana de Manila. La tienda no necesita más que una peque?a antena en el tejado, un decodificador y un vídeo normal tras el mostrador. El Pinoy-grama se graba en una cinta de vídeo normal. Luego, cuando mamá vaya a comprar huevos o papá vaya a comprar cigarrillos, el empleado dirá: ?Eh, tienen un Pinoy-grama?, y les entregará la cinta. Se la podrán llevar a casa y tener las últimas noticias de sus ni?os en el extranjero. Cuando terminen, llevarán la cinta de vuelta a 24 Jam para reutilizarla.
Como a medio camino de la explicación, Amy comprende el concepto básico, mira por la ventana y comienza a intentar sacarse fragmentos del desayuno de entre los dientes usando la punta de la lengua. Lo hace con la boca educadamente cerrada, pero parece ocupar sus pensamientos más que la explicación de los Pinoy-gramas.
Randy se ve atrapado por el inexplicable y alocado deseo de no aburrir a Amy. No es que tenga esperanzas con ella, porque ha calculado que las probabilidades de que sea lesbiana son de un cincuenta por ciento y sabe que es mejor no molestarse. Ella es tan sincera, tan candida, que él se siente como si pudiese confiárselo todo, como a un igual.
Esa es la razón por la que odia los negocios. Siempre quiere contárselo todo a todo el mundo. Siempre quiere hacerse amigo de la gente que conoce.
—Bien, déjeme adivinar —dice ella—, usted es el encargado del software.
—Sí-admite Randy, un poco a la defensiva—, pero el software es el único aspecto interesante de todo el proyecto. El resto no es más que fabricar matrículas.
Eso le llama un poco la atención.
—?Fabricar matrículas?
—Es una expresión que usamos mi socio y yo —dice Randy—. En cualquier negocio hay una parte creativa que es preciso realizar, desarrollar nueva tecnología o lo que sea. Todo lo demás, el noventa y nueve por ciento, es llegar a acuerdos, recaudar capital, ir a reuniones, mercadotecnia y ventas. A esa parte la llamamos fabricar matrículas.
Ella asiente, mirando por la ventana. Randy está a punto de contarle que los Pinoy-gramas no son más que una forma de conseguir un flujo de capital para poder pasar a la fase dos del plan de negocio. Está seguro de que decírselo elevaría su posición por encima de la de aburrido programador. Pero Amy sopla con fuerza sobre el café, como si apagase una vela, y dice:
—Bien. Gracias. Creo que esto vale por los tres paquetes de cigarrillos.
Pesadilla
Bobby Shaftoe se ha convertido en todo un experto en pesadillas. Como un piloto de combate que salta de un avión en llamas, ha salido catapultado de una vieja pesadilla, para caer en una todavía mejor y totalmente nueva. Es escalofriante y tranquila; nada de lagartos gigantes.
Comienza con calor en su rostro. Si tienes combustible suficiente para mover un barco de cincuenta mil toneladas por el océano Pacífico a veinticinco nudos, lo metes todo en un tanque y, a continuación, los nipos pasan volando y lo incendian en unos segundos, mientras tú estás lo suficientemente cerca para ver las sonrisas de triunfo de los pilotos, entonces sí que consigues sentir el calor en el rostro.
Bobby Shaftoe abre los ojos, esperando que al hacerlo esté alzando el telón de otra absurda pesadilla, probablemente los momentos finales de ?Bombarderos a las dos en punto! (su favorita) o el sorpresivo arranque de Masacrados por hombres amarillos XVII.
Pero esta pesadilla no parece tener banda sonora. Todo está tan silencioso como en una emboscada. Está sentado en una cama de hospital rodeado de un pelotón de lámparas de carbono que hacen difícil distinguir ninguna otra cosa.
Shaftoe parpadea y enfoca un remolino de humo de cigarrillo que flota en el aire, como el combustible vertido en una cala tropical. La verdad es que huele bien.
Hay un joven sentado cerca de su cama. Todo lo que Shaftoe puede ver de él es un halo asimétrico donde las luces se reflejan en el acabado oleoso de su tupé. Y el punto rojo del cigarrillo. Y si presta más atención, puede distinguir la silueta de un uniforme militar. No es un uniforme de marine. En sus hombros relucen barras de teniente, luz brillante entre puertas dobles.
—?Le gustaría otro cigarrillo? —dice el teniente. Su voz es áspera, pero extra?amente amable.
Shaftoe baja la vista y ve en su mano el centímetro final de un Lucky Strike entre los dedos.
—Hágame una pregunta difícil —consigue decir. Su propia voz suena profunda y lenta, como un gramófono que va deteniéndose.
La colilla se sustituye por un nuevo cigarrillo. Shaftoe se lo lleva a los labios. Tiene un vendaje en el brazo, y bajo la tela puede sentir penosas heridas intentando causarle dolor. Pero algo bloquea las se?ales.
Ah, la morfina. No puede ser una pesadilla tan mala si es producto de la morfina, ?no?
—?Está listo? —dice la voz. Maldición, la voz le suena familiar.
—?Se?or, hágame una pregunta difícil, se?or! —dice Shaftoe.
—Eso ya lo ha dicho.
—?Se?or, si le pregunta a un marine si quiere otro cigarrillo, o si está listo, la respuesta es siempre la misma, se?or!
—Buen espíritu —dice la voz—. Denle a la película.
Se oyen chasquidos que vienen de la oscuridad que se encuentra más allá del firmamento de lámparas de carbono.