Todavía reacio a quedarse quieto, Randy pasea por la oficina en el sentido de las agujas del reloj. Intramuros está rodeado de un anillo de verde, su antiguo foso. él mismo acaba de atravesar su borde oeste. El este está tachonado de imponentes edificios neoclásicos que albergan a varios ministerios gubernamentales. El edificio de Correos y Telecomunicaciones se encuentra en la orilla del Pasig, en un vértice del río del que irradian hacia Quiapo tres puentes muy próximos entre sí. Más allá de las inmensas estructuras recientes situadas sobre el río, Quiapo y el vecindario cercano de San Miguel son un conjunto de gigantescos establecimientos: una estación de tren, una vieja prisión, muchas universidades y Malacanang Palace, que está subiendo río arriba por el Pasig.
De vuelta a este lado del río. Intramuros está al frente (iglesias y catedrales rodeadas de tierra dormida), instituciones gubernamentales y edificios universitarios más o menos en el centro, y, más allá, una extensión aparentemente infinita de una ciudad de edificios bajos y mucho humo. A varios kilómetros al sur se encuentra la reluciente ciudad de negocios de Makati, construida alrededor de un cuadrado en el que se cruzan dos enormes carreteras en ángulo agudo, un eco de la intersección de pistas de aterrizaje del AíNA un poco más al sur. A partir de Makati se extiende una ciudad esmeralda de grandes casas situadas sobre grandes jardines: allí viven los embajadores y los presidentes de las corporaciones. Siguiendo con el paseo en el sentido de las agujas del reloj puede recorrer el Boulevard Roxas, subiendo hacia él desde el rompeolas, definido por una línea de altas palmeras. La bahía de Manila está abarrotada de barcos pesados, grandes buques de carga que llenan el agua como troncos en una explotación forestal. El puerto de contenedores está debajo de él hacia el oeste: una malla de almacenes sobre terreno expropiado que es tan plana, y tan natural, como una lámina de tablero aglomerado.
Al mirar más allá de las grúas y los contenedores, en dirección oeste sobre la bahía, apenas puede distinguir la silueta monta?osa de la península de Batan, a unos 65 kilómetros de distancia. Siguiendo esa silueta negra hacia el sur —siguiendo la ruta tomada por los nipones en 1942— casi puede distinguir un bulto en el extremo sur. Debe ser la ísla de Corregidor. Es la primera vez que consigue verla; hoy la atmósfera está desacostumbradamente limpia.
Un fragmento trivial de historia flota hasta la superficie de su cerebro fundido. El galeón de Acapulco. La se?al de fuego en Corregidor.
Marca el número GSM de Avi. Avi, en algún lugar del mundo, contesta. Por lo que se oye, parece que está en un taxi, en uno de esos países en los que dar bocinazos todavía es un derecho inalienable.
—?Qué tienes en mente, Randy?
—Líneas de visión-dice Randy.
—?Caramba! —espeta Avi, como si una pelota de goma le hubiese golpeado en el estómago—. Te has dado cuenta.
Guadalcanal
Los cuerpos de los marine raiders ya no están presurizados, no logran contener la sangre y el aliento. El peso del equipo los aplasta contra la arena. Las olas ya han comenzado a cubrirlos de limo; rastros cometarios de sangre se pierden en el océano, alfombras rojas para cualquier tiburón que pueda estar vigilando la costa. Sólo uno de ellos es un lagarto gigante, pero todos tienen la misma forma general: gruesos en el medio y delgados al extremo, efecto de vivir en el mar.
Un peque?o convoy de barcos nipos está cruzando su horizonte, remolcando barcazas cargadas con suministros metidos en bidones de acero. Shaftoe y su pelotón deberían estar lanzándoles mortero ahora mismo. Cuando aparezcan los aviones americanos y empiecen a darles ca?a, los nipos tiraran los bidones por la borda y saldrán corriendo, con la esperanza de que algunos de ellos lleguen arrastrados por las olas hasta Guadalcanal.
La guerra ha terminado para Bobby Shaftoe, y no es que sea la primera o última vez. Se mueve con dificultad por entre el pelotón. Las olas le golpean en las rodillas para extenderse a continuación en alfombras mágicas de espuma y sustancias vegetales que se mueven sobre la superficie, por lo que parece que sus huellas se desplazan cuando él camina. Se gira continuamente sin razón y se cae de culo.
Al fin llega al cadáver del auxiliar sanitario y le despoja de todo lo que lleve pintado una cruz roja. Da la espalda al convoy nipo y levanta la mirada hacia la empinada pendiente que cae sobre la costa. Igual podría ser el monte Everest visto desde un campamento base. Shaftoe decide afrontar el desafio con sus manos y rodillas. De vez en cuando, una ola grande le golpea en el culo, se escurre orgiásticamente entre sus piernas y le ba?a la cara. Le sienta bien y le impide caer hacia delante y quedarse dormido por debajo de la línea de la marea alta.
El siguiente par de días consiste en un pu?ado de fotografías sucias y desvaídas en blanco y negro, barajadas y repartidas una y otra vez: la playa bajo el agua, la posición de los cadáveres marcada por olas estacionarias. La playa vacía. La playa sumergida de nuevo. La playa salpicada de montones oscuros, como una rebanada del pan de pasas de la abuela Shaftoe. Una cápsula de morfina medio hundida en la arena. Personas menudas y oscuras, en su mayoría desnudas, moviéndose por la playa durante la marea baja y saqueando los cadáveres.
?Eh, un segundo! Por alguna razón Shaftoe vuelve a estar de pie, agarrado a su Springfield. La jungla no quiere dejarle marchar; en el tiempo que llevaba allí tendido han empezado a crecerle enredaderas sobre los brazos y piernas. Cuando sale, arrastrando follaje a su paso como una carroza en un desfile, el sol se derrama sobre su cuerpo como el sirope caliente sobre un helado. Puede ver que la tierra viene hacia él. Da una vuelta al caer —apreciando momentáneamente a un hombre grande con un rifle— y luego tiene la cara hundida en la arena fría. Las olas rugen en el interior de su cráneo: una agradable ovación en pie por parte de un público de ángeles que, habiendo muerto todos ellos, saben reconocer una buena muerte cuando la ven.
Manos peque?as le dan la vuelta. Tiene uno de los ojos cerrado por la arena. Mirando por el otro ve un tipo grande con un rifle colgado al hombro. El tipo lleva una buena barba de color rojizo, lo que hace un poco menos probable que se trate de un soldado nipón. Pero ?qué es?
Le da golpecitos como un médico y reza como un cura; incluso en latín. Pelo plateado ensortijándose junto a un cráneo bronceado. Shaftoe busca alguna insignia en las ropas del tipo. Espera ver unSemper Fidelis pero en su lugar lee: Societas Eruditorum e Ignoti et quasi occulti.