—Volveré en un par de días para ver cómo estás.
Bobby Shaftoe se muerde la lengua y no dice lo que piensa, que es que él es un marine y está en un barco, que se trata de una guerra, y que los marines en barcos durante una guerra no suelen permanecer en el mismo sitio. Se limita a quedarse allí y ver cómo el Tío Jack se aleja en el barquito, volviéndose de vez en cuando para decirle adiós con el sombrero. Los marineros que rodean a Bobby Shaftoe observan la escena divertidos y con algo de admiración. El puerto es una locura de actividad, porque todo equipo militar que no está fijado al suelo con cemento se lleva a un barco y se envía a Batan o Corregidor, y Tío Jack, de pie en su bote, vestido con un buen traje color crema y sombrero, vadea el tráfico con aplomo. Bobby Shaftoe mira hasta que desaparece hacia el río Pasig, sabiendo que probablemente es el último miembro de su familia que verá al Tío Jack con vida.
A pesar de todas esas premoniciones, se sorprende cuando el barco parte sólo después de unos días de guerra, dejando el amarre en medio de la noche sin la tradicional ceremonia de despedida. Se supone que Manila está repleta de espías nipos, y no habría nada que les gustase más a los nipos que hundir un transporte lleno de marines veteranos.
Manila queda atrás en la oscuridad. La conciencia de que no ha visto a Glory desde aquella noche es como el lento torno de un dentista. Se pregunta cómo le irá. Quizá, cuando la guerra se aclare un poco, y se reafirmen las líneas de batalla, pueda encontrar una forma de que le destinen a esa parte del mundo. MacArthur es un viejo cabrón que se lo pondrá duro a los nipos cuando lleguen. E incluso si Filipinas cae, FDR no permitirá que permanezca durante demasiado tiempo en manos enemigas. Con suerte, en seis meses, Bobby Shaftoe estará marchando por la Avenida Taft de Manila, en uniforme de gala, tras una banda de marines, quizá adornado con una o dos heridas de guerra no muy graves. El desfile llegará a una sección de la avenida que estará ocupada, a lo largo de toda una milla, por los Altamira. Como a medio camino, la multitud se separará y de ella saldrá corriendo Glory, quien se arrojará en sus brazos y le cubrirá de besos. Llevará a la chica directamente a las escalinatas de alguna bonita iglesia donde un sacerdote de sotana blanca les estará esperando con una gran sonrisa en la cara…
El ensue?o se disuelve en la nube de humo naranja que se eleva desde la base norteamericana de Cavite. Lleva ardiendo todo el día, y otro depósito de combustible ha estallado. A millas de distancia se puede sentir el calor en la cara. Bobby Shaftoe está en la cubierta del barco, enfundado en un chaleco salvavidas por si les dan con un torpedo. Se aprovecha de la llamarada para observar a una larga fila de marines con chalecos salvavidas, mirando las llamas con expresiones atónitas en los rostros cansados y sudorosos.
Manila está a sólo media hora tras ellos, pero bien podría estar a un millón de kilómetros.
Recuerda Nanjing y lo que los nipos hicieron allí. Lo que le sucedió a las mujeres.
érase una vez, hace mucho tiempo, una ciudad llamada Manila. Allí vivía una chica. Es mejor olvidar su nombre y su rostro. Bobby Shaftoe empieza a olvidar tan rápido como puede.
Peatón
Respete a los peatones, dicen las se?ales de tráfico en la zona metropolitana de Manila. Tan pronto como las vio, Randy supo que iba a tener problemas.
Durante las primeras dos semanas que pasó en Manila su trabajo consistía en pasear. Recorría la ciudad llevando un receptor GPS de mano, apuntando latitudes y longitudes. Cifraba los datos en su habitación de hotel y los enviaba por e-mail a Avi. Se convirtieron en parte de la propiedad intelectual de Epiphyte. Se habían convertido en activos. Ahora había conseguido unas oficinas. Randy se dirige hacia allí caminando, con obstinación. Sabe que la primera vez que coja un taxi, no volverá a caminar.
RESPETE A LOS PEATONES, decían las se?ales, pero los conductores, el espacio físico, las costumbres locales relativas al uso de terreno y la disposición misma del lugar conspiraban para tratar al peatón con el desprecio que tanto merece. Randy recibiría más respeto si fuese a trabajar subido en un saltador con una hélice en la cabeza. Todas las ma?anas el botones le pregunta si quiere un taxi, y prácticamente se desmaya cuando dice que no. Todas las ma?anas los taxistas dispuestos en fila frente al hotel, apoyados en los vehículos y filmando, le gritan: — ?; Taxi? ?Taxi?
Al rechazarlos, hacen entre ellos ingeniosos comentarios en tagalo y ríen descontroladamente.
Por si Randy todavía no ha captado el mensaje, un helicóptero nuevo rojo y blanco llega volando bajo sobre el Parque Rizal, gira un par de veces como un perro preparándose para echarse, no lejos de unas palmeras, justo frente al hotel.