El Código Enigma

Ha estado atesorando la ilusión de que leerá las memorias lentamente y prestando atención, de principio a fin, pero a estas alturas ha demostrado correr la misma suerte que todas las ilusiones. Saca el montón de fotocopias durante el trayecto al hotel e inicia una criba despiadada. La mayoría no tiene nada que ver con Kinakuta; trata de las experiencias de McGee luchando en Nueva Guinea y Filipinas. McGee no es Churchill, pero tiene un cierto talento narrativo, que convierte en legibles incluso las anécdotas más banales. Sus habilidades como anecdotista deben haberle convertido en un éxito en el bar del club de suboficiales; un centenar de sargentos achispados deben haberle alentado a escribir parte de esa mierda si finalmente volvía al sur de Boston con vida.

 

Volvió con vida, pero al contrario que la mayoría de los otros soldados que se encontraban en Filipinas el día V-J, no regresó directamente a casa. Dio un peque?o rodeo por el Sultanado de Kinakuta, que todavía era el hogar de más de cuatro mil soldados nipones. Eso explica un aspecto extra?o de ese libro. En la mayoría de las memorias de guerra, el día V-E o el día V-J se produce en la última página, o al menos en el último capítulo, y a continuación nuestro narrador regresa a casa y se compra un Buick. Pero el día V-J se produce como a unos dos tercios del libro de Sean Daniel McGee. Cuando Randy deja a un lado el material anterior a agosto de 1945 queda un montón de páginas ominosamente grueso. Está claro que el sargento McGee tenía muchas cosas que contar.

 

La guerra había dejado atrás a la guarnición nipona de Kinakuta, y como otras guarniciones que se habían quedado atrás, habían dedicado todas las energías que les quedaban al cultivo de verduras y a esperar la llegada de los esporádicos submarinos, que, cerca del final de la guerra, los nipones usaban para trasladar las cargas más extremadamente vitales y para transportar a ciertos especialistas desesperadamente necesarios, como mecánicos de aviación, de un sitio a otro. Cuando reciben la emisión de Hirohito desde Tokio, ordenándoles que entreguen las armas, lo hacen cumpliendo con su deber pero (sospecha uno) con alivio.

 

Lo único difícil era encontrar a alguien ante quien rendirse. Los aliados se habían concentrado en planear la invasión de las islas niponas, y les llevó algo de tiempo enviar tropas a guarniciones apartadas como la de Kinakuta. El relato de McGee sobre la confusión en Manila es mordaz. En ese punto del libro, McGee empieza a perder la paciencia, y el encanto. Empieza a despotricar. Veinte páginas más adelante, llega a Ciudad Kinakuta. Permanece firme mientras el capitán de su compa?ía acepta la rendición de la guarnición nipona. Dispone una guardia frente a la entrada de la caverna, donde algunos nipos intransigentes se han negado a rendirse. Organiza el desarme sistemático de los soldados nipones, que se encuentran terriblemente demacrados, y se asegura de que se arrojan al mar los rifles y municiones mientras traen comida y suministros médicos. Ayuda a un peque?o contingente de ingenieros a tender alambre de espino alrededor del campo aéreo, convirtiéndolo en un campo de internamiento.

 

Randy pasa todo esto aprisa durante el trayecto al hotel. Luego, le llaman la atención palabras como ?empalados?, ?gritos? y ?atroz?, así que retrocede algunas páginas y lee con más detenimiento.

 

El resumen consiste en que los nipones, desde 1940, sacaron por la fuerza a miles de miembros de las tribus del frío y limpio interior de la isla, los llevaron al caliente y pestilente borde, y los obligaron a trabajar. Esos esclavos habían ampliado la gran caverna donde los nipones habían construido su refugio antiaéreo y el puesto de mando; mejoraron la carretera que subía hasta lo alto del Pico Eliza, donde instalaron el radar y la estación de localización; construyeron otra pista en el campo de aviación; rellenaron más partes del puerto; y murieron a miles de malaria, tifus, disentería, hambre y agotamiento. Esos mismos nativos, o sus desconsolados hermanos, los observaban desde sus reductos en lo alto de las monta?as, cuando Sean Daniel McGee y sus camaradas llegaron para quitar las armas a los nipones y concentrarlos a todos en el campo de aviación, guardados por unas pocas docenas de soldados que estaban frecuentemente borrachos o dormidos. Esos nativos trabajaron sin pausa, en la jungla, fabricando lanzas, hasta que la siguiente luna llena iluminó a los nipones dormidos como un reflector. Luego surgieron de la selva en lo que Sean Daniel McGee describe como ?una horda?, ?una plaga de avispas?, ?un ejército rugiente?, ?una legión oscura desencadenada desde el infierno?, ?una masa aullante? y con otras metáforas que no se le consentirían hoy en día. Redujeron y desarmaron a los soldados norteamericanos, pero no les hicieron da?o. Lanzaron ramas de árboles sobre los alambres hasta convertir la verja en una autopista, y luego atacaron el campo de aviación con las lanzas listas. El relato de McGee dura como unas veinte páginas y, sobre todo, es la historia de la noche en que un afable sargento del sur de Boston quedó permanentemente trastornado.

 

—?Se?or?

 

Randy se asombra al comprobar que la portezuela del taxi está abierta. Mira a su alrededor y comprueba que está bajo el toldo del Hotel Foote Mansión. La portezuela la mantiene abierta un nervudo joven botones con un aspecto diferente al de la mayor parte de los kinakuteses que Randy ha conocido hasta ahora. El muchacho encaja exactamente con la descripción que hace Sean Daniel McGee de los nativos del interior.

 

—Gracias —dice Randy, y se asegura de darle una buena propina.

 

La habitación está totalmente decorada con muebles de dise?o escandinavo, pero fabricado allí a partir de árboles en vías de extinción. La vista es hacia las monta?as del interior, pero cuando sale al balconcito puede ver un poco de agua, un barco que están descargando, y la mayor parte del jardín conmemorativo construido por los nipones sobre el lugar de la masacre.

 

Le esperan varios mensajes y faxes: en su mayor parte de otros miembros de Epiphyte Corp., notificándole que ya han llegado, y diciéndole en qué habitaciones puede encontrarles. Randy deshace el equipaje, toma una ducha, y manda la camisa a la lavandería para ma?ana. Luego se pone cómodo frente a la mesa, arranca el portátil, y saca el Plan de Negocios de Epiphyte(2) Corporation.

 

Lagarto

 

Bobby Shaftoe y sus colegas están dando un peque?o y agradable paseo matutino por el campo. En Italia.

 

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