—En absoluto. Siempre me alegra poder salir y ver la luz del día —resopló como si le faltase el aire.
Faris estrujó las heridas que le había hecho a Trent ayer y la sonrisa de este desapareció. El hombretón se dejó caer en la silla frente a la mesa de Trent como si estuviese en su casa. Cruzó las piernas colocando el tobillo sobre la otra rodilla de modo que su bata de laboratorio se abrió para dejar entrever un pantalón de vestir y unos zapatos brillantes. Una mancha negra adornaba su solapa y emanaba un olor a desinfectante tan fuerte que casi lograba ocultar el olor a secuoya. Antiguas marcas de viruela marcaban sus mejillas y la piel visible de sus fornidas manos.
Trent regresó tras el escritorio y se reclinó en su asiento, escondiendo la mano vendada tras la otra. Se produjo un silencio.
—Bueno, ?qué querías? —preguntó Faris haciendo resonar su voz.
Me pareció ver un atisbo de enfado en los ojos de Trent.
—Tan directo como siempre —dijo—. Dime lo que sepas de esto.
Me apuntaba a mí, y me quedé sin respiración. Ignorando mi persistente rigidez muscular me fui dando tumbos a esconderme en mi casita. Faris se puso en pie con un gru?ido y el acre olor a secuoya me abofeteó al acercarse.
—Bueno, bueno —dijo—, menuda estúpida.
Enfadada, levanté la vista hasta sus ojos oscuros, casi escondidos entre los pliegues de piel. Trent volvió al frente de su escritorio y se sentó en el borde.
—?La reconoces? —preguntó.
—?Personalmente? No. —Dio un golpecito con los dedos en la jaula.
—?Eh! —chillé desde mi casita—. Me estoy hartando de que la gente haga eso.
—Tú calla —dijo despectivamente—. Es una bruja —continuó Faris, ignorándome como si no estuviese allí—. Si la mantienes alejada de la pecera no podrá recuperar su forma. Es un hechizo potente. Debe tener el respaldo de una gran organización o no se lo habría podido permitir. Y es tonta.
Eso último lo dijo mirándome y me entraron ganas de tirarle las bolitas de pienso a la cara.
—?Por qué lo dices? —preguntó Trent, mientras rebuscaba en el último cajón. El sonido del cristal entrechocando precedió al gorgoteo del güisqui de cuarenta a?os.
—La transformación es un arte difícil. Hay que usar pociones en lugar de amuletos, lo que significa que hay que conjurar una cacerola completa para una sola ocasión. El resto se tira. Es muy caro. Podrías pagarle a la ayudante de tu bibliotecaria con lo que ha costado este hechizo y a?adirle el sueldo de los empleados de una oficina peque?a para pagar el seguro de responsabilidad civil necesario para venderlo.
—?Y dices que es difícil? —dijo Trent, ofreciéndole un vaso—. ?Tú podrías hacer un hechizo así?
—Si tuviese la receta —dijo inflando su abultado pecho con el orgullo claramente herido—. Es antiguo. Puede que preindustrial. No sé quién pudo hacerlo. —Se acercó más a mí, respirando hondo—. Afortunadamente para él, o tendrías que hacerte cargo de su biblioteca.
La conversación, pensé, se estaba poniendo interesante.
—Entonces no crees que lo hiciese ella misma —dijo Trent. Volvía a estar sentado en el borde de la mesa con un aspecto increíblemente estilizado y en forma, en contraste con Faris.
El corpulento hombre negó con la cabeza y regresó a su asiento. El vaso desapareció completamente envuelto en su rechoncha mano.
—Me juego la vida a que no lo hizo ella. No se puede ser tan listo como para hacer un hechizo así y tan tonto como para dejar que te cacen, no tiene sentido.
—Quizá haya pecado de impaciencia —dijo Trent y Faris estalló en una carcajada. Di un respingo y me cubrí los oídos con las patas.
—Oh, sí —dijo Faris entre risotadas—. Sí, seguro que estaba impaciente, qué gracia.
Me pareció que la habitual fachada de Trent empezaba a desconcharse mientras regresaba detrás del escritorio y dejaba sobre él su bebida sin haberla probado.
—?Y quién es entonces? —preguntó Faris, inclinándose hacia delante como un conspirador de película—. ?Una periodista intentando conseguir la noticia de su vida?
—?Existe algún hechizo para entender lo que dice? —preguntó Trent, ignorando la pregunta de Faris—. Lo único que hace es chillar.
Faris gru?ó al inclinarse un poco más para dejar su vaso vacío sobre la mesa, pidiendo con un gesto otra ronda.
—No. Los roedores no tienen cuerdas vocales. ?Piensas quedártela mucho tiempo?
Trent hacía girar su vaso entre los dedos. Estaba alarmantemente callado. Faris esbozó una sonrisa taimada.
—?Qué se cuece en esa perversa cabecita tuya, Trent?
El crujido de la silla de Trent al inclinarse hacia delante sonó muy fuerte.
—Faris, si no necesitase tus habilidades desesperadamente, haría que te azotasen en tu propio laboratorio.
El hombretón sonrió abiertamente, amontonando los pliegues de su cara.
—Ya lo sé.
Trent guardó la botella.
—Puede que la inscriba en el torneo del viernes.