Bruja mala nunca muere

Me recorrió un estremecimiento. Largarnos de aquí, pensé saliendo de la seguridad del limonero. Apostaría a que no podríamos salir por el mismo sitio por el que habíamos entrado. Pero ya me preocuparía de eso después de robar en la oficina de Trent. Ya habíamos hecho lo imposible, salir sería pan comido.

 

—Por aquí —chillé girando por un pasillo que reconocí justo antes de llegar al vestíbulo. Olía la sal de la pecera de la oficina de Trent. Las puertas de cristal traslúcido por las que pasamos estaban oscuras y vacías. Nadie estaba trabajando horas extra. La puerta de madera de Trent estaba cerrada, como era de prever.

 

Rápido y en silencio Jenks se puso manos a la obra. La cerradura era electrónica y tras manipular unos segundos el panel junto a la puerta, la cerradura cedió y la puerta se abrió con un chasquido.

 

—Un trabajo rutinario —dijo Jenks—, incluso Jax podría haberlo hecho.

 

El suave gorgoteo del agua de la fuente en el escritorio llenaba la habitación. Jenks entró primero para encargarse de la cámara antes de que yo lo siguiese.

 

—No, espera —chillé al ver que se dirigía a pulsar el interruptor de la luz con los pies. La habitación se iluminó con un molesto resplandor—. ?Ay! —chillé escondiendo la cara entre mis zarpas.

 

—Lo siento —dijo Jenks apagando la luz.

 

—Enciende la luz de la pecera —intenté decir, recuperándome de la cegadora luz—. La pecera —repetí inútilmente se?alándola.

 

—Rachel, no seas caprichosa. No tenemos tiempo para comer ahora. —Entonces titubeó y descendiendo unos centímetros cayó en la cuenta—. ?Ah, la luz! Je, je. Buena idea.

 

La luz parpadeó e iluminó la oficina de Trent con un suave resplandor verde. Trepé a su silla giratoria y luego a la mesa. Trabajosamente pude pasar las hojas de su agenda unos meses atrás y arranqué una página. Tenía el pulso acelerado cuando la tiré al suelo siguiéndola con la vista.

 

Moviendo nerviosamente los bigotes abrí el cajón y encontré los discos. No me habría extra?ado nada que Trent hubiese cambiado todo de sitio. Quizá, pensé orgullosa, no pensó que yo fuese una amenaza real. Cogí el disco titulado alzhéimer, bajé hasta el suelo y empujé con todo mi peso para cerrar el cajón. La mesa estaba hecha de una lujosa madera de cerezo. Pensé avergonzada en lo deprimentes que se verían mis muebles de conglomerado junto a los de Ivy.

 

Sentándome sobre mis cuartos traseros le hice un gesto a Jenks para que me pasase la cuerda. Mientras tanto, él ya había doblado la hoja de la agenda para poder transportarla y en cuanto tuviese el disco atado a mi cuerpo, habríamos terminado.

 

—?Quieres la cuerda? —dijo metiendo la mano en el bolsillo.

 

La luz del techo se encendió de repente y me quedé clavada en el sitio, agazapada. Contuve la respiración y me asomé para mirar por debajo de la mesa hacia la puerta. Había dos pares de zapatos: unas suaves zapatillas y unos incómodos zapatos de piel, enmarcados por la luz que iluminaba el pasillo.

 

—Trent —musitó Jenks posándose junto a mí con la hoja doblada.

 

La voz de Jonathan sonó enfadada.

 

—Se han ido, Sa'han. Avisaré a los guardas.

 

Hubo un tenso suspiro.

 

—Ve, comprobaré qué se han llevado.

 

El pulso me martilleaba en las sienes y me guarecí bajo el escritorio. Los zapatos de piel dieron media vuelta y avanzaron por el pasillo. Mi nivel de adrenalina se disparó cuando consideré la posibilidad de echar a correr, pero no podía hacerlo con el disco entre las patas delanteras, y tampoco pensaba dejarlo atrás.

 

La puerta de la oficina de Trent se cerró y maldije mi indecisión. Me pegué al panel frontal del escritorio. Jenks y yo cruzamos miradas. Le hice la se?al para que se fuese a casa y asintió enfáticamente. Nos acurrucamos cuando Trent dio la vuelta y se puso delante de su pecera.

 

—Hola, Sófocles —susurró—. ?Quién ha sido? Ojalá pudieses decírmelo.

 

Se había quitado la chaqueta del traje, adoptando un aire mucho más informal. No me sorprendió la definición de sus hombros al mover los músculos bajo la fina camisa. Con un suspiro se sentó en su silla. Alargó la mano hacia el cajón con los discos y noté que me flojeaban las patas. Tragué saliva al oír que estaba tarareando la primera canción del disco de Takata. Maldita sea, me había delatado yo misma.

 

—?A nadie le extra?a que lloren los recién nacidos? —canturreaba Trent, susurrando la letra—. ?La elección era real. La oportunidad es una mentira?.

 

Dejó de cantar y recorrió con el dedo los discos. Lentamente cerró el cajón con el pie. El leve chasquido me hizo dar un respingo. Se acercó más a la mesa y oí el sonido de las hojas de su agenda al pasar. Estaba tan cerca que podía percibir el olor del jardín en él.

 

—Oh —exclamó con ligera sorpresa—, quien lo hubiera imaginado. ?Quen! —dijo en voz alta.

 

Miré a Jenks confusa hasta que una voz masculina resonó en la habitación desde un altavoz oculto.

 

—?Sí, Sa'han?

 

—Suelta a los perros —dijo Trent. Su voz reverberó, poderosa, y me hizo estremecerme.

 

—Pero no es…

 

—He dicho que sueltes a los perros, Quen —repitió Trent sin levantar más la voz pero con tono más colérico. Bajo la mesa su pie se movía rítmicamente.

 

—Sí, Sa'han.