Bruja mala nunca muere

Jenks estiró el cuello estudiando las ramas más altas y se ajustó su sombrero. Me había dicho antes que era de color rojo vivo ya que los colores llamativos eran la única defensa de un pixie a la hora de entrar en el jardín de otro clan. Era una se?al de buena voluntad y de que se iría pronto. No había dejado de agitarlo desde que había salido del bolso de Ivy y me estaba volviendo loca. El hecho de tener que estar escondida tras un banco toda la tarde no me había tranquilizado los nervios. Jenks se había pasado casi todo el tiempo durmiendo, despertándose únicamente cuando el sol rozaba el horizonte.

 

Un rayo de excitación me recorrió y desapareció. Aparté de mi mente el sentimiento y chillé para llamar la atención de Jenks hacia el olor a moqueta. El tiempo que habíamos pasado dentro del bolso de Ivy y después detrás del banco le había venido muy bien a Jenks. Aun así, iba un poco lento. Preocupada por que el ruido de su trabajoso vuelo alertase a alguien, me detuve indicándole que se subiese a mi espalda.

 

—?Qué te pasa, Rachel? —dijo, encasquetándose de nuevo el sombrero—, ?te pica?

 

Rechiné los dientes. Sentada sobre mis caderas lo se?alé a él y luego a mi espalda.

 

—Ni hablar —dijo mirando airado hacia los árboles—, no pienso dejar que me lleves como a un bebé.

 

No tengo tiempo para esto, pensé. Volví a se?alar, esta vez directamente hacia arriba. Era la se?al que habíamos acordado para que se fuese a casa. Jenks entornó los ojos y yo le ense?é los dientes. Sorprendido, dio un paso atrás.

 

—Vale, vale —refunfu?ó—, pero si se lo cuentas a Ivy te voy a llenar de polvos pixie todos los días durante una semana, ?entendido? —Noté su liviano peso en los hombros y como se agarraba a mi pelo. Era una sensación extra?a y no me gustó nada—. No vayas muy rápido —murmuró, sintiéndose obviamente incómodo también.

 

Aparte de por lo fuerte que se aferraba a mi pelaje, apenas si notaba que estaba allí. Fui tan rápido como me atrevía. No me gustaba la idea de que pudiese haber ojos enemigos de hadas vigilándonos e inmediatamente abandoné el camino. Cuanto antes estuviésemos dentro, mejor. Mis oídos y olfato trabajaban ininterrumpidamente. Podía olerlo todo y no era tan agradable como pudiese parecer.

 

Las hojas se mecían con cada ráfaga de viento, obligándome a detenerme o a correr entre la vegetación. Jenks iba canturreando una molesta cancioncilla muy bajito. Algo relacionado con la sangre y las margaritas.

 

Me colé por un muro de piedras sueltas y escombros y me detuve. Había algo diferente.

 

—Las plantas han cambiado —dijo Jenks y yo asentí.

 

Los árboles por entre los cuales avanzábamos ahora eran claramente más maduros. Olía a muérdago. La tierra madura y bien acondicionada acogía plantas bien establecidas. El olor parecía más importante que la belleza visual. El estrecho sendero era de tierra apisonada y no de ladrillos. Había helechos estrechando el camino hasta dejar espacio únicamente para que pasase una persona. En alguna parte se oía agua correr. Continuamos con más cautela hasta percibir un olor familiar que me hizo detenerme asustada: olía a té Earl Grey.

 

Bajo la sombra de un lirio silvestre me quedé inmóvil y olfateé en busca del olor de las personas. Todo estaba en silencio salvo por los insectos nocturnos.

 

—Por allí —susurró Jenks—, hay una taza en un banco.

 

Se bajó de mi espalda y desapareció en las sombras. Avancé lentamente moviendo los bigotes y orientando las orejas. El bosquecillo estaba desierto. Con un movimiento fluido subí al banco. Quedaba un dedo de té en la taza cuyo borde estaba decorado con gotas de rocío. Su silenciosa presencia era tan reveladora como el cambio en la flora. Habíamos abandonado los jardines públicos y habíamos llegado al jardín trasero de Trent.

 

Jenks se posó en el asa de la taza con las manos apoyadas en las caderas.

 

—Nada —se quejó—, no puedo oler a nada más que a té. Tengo que entrar.

 

Salté del banco y aterricé suavemente en el suelo. El olor a zona habitada era más fuerte hacia la izquierda y seguimos el sendero de tierra entre los helechos. Pronto el olor a muebles, moqueta y aparatos eléctricos se hizo más profundo y no me sorprendió cuando llegamos a un porche. Miré hacia arriba y distinguí la silueta de una celosía entre la que crecía una parra florecida cuyo olor pugnaba por destacar sobre el fuerte olor a humanos.

 

—?Rachel, espera! —exclamó Jenks tirándome de una oreja cuando iba a dar un paso sobre las baldosas cubiertas de musgo. Algo me rozó los bigotes y retrocedí pisoteando una cosa pegajosa. Se me pegó a las patas y accidentalmente me pegué las orejas sobre los ojos. Aterrorizada, me senté sobre mis pata traseras… ?Estaba atrapada!

 

—No te frotes, Rachel —dijo Jenks—, quédate quieta.

 

Pero no podía ver nada. Se me aceleró el pulso. Intenté gritar pero mi boca también estaba pegada. El olor a éter se me pegó a la garganta. Me revolví, frenética, y oí un irritado zumbido. Casi no podía respirar. ?Qué demonios era esto?

 

—?Maldita seas, Morgan! —dijo Jenks—, deja de resistirte, te lo voy a quitar.

 

Luché contra mis instintos y me tumbé respirando rápida y superficialmente. Una de mis patas estaba pegada a mis bigotes y me dolía. Hice todo lo posible por no revolearme en la tierra.