—Lo siento mucho, se?ora Jenks —dije—. Si no fuese por mi culpa esto no habría sucedido nunca. Si Jenks quiere romper su contrato lo entiendo.
—?Romper su contrato! —La se?ora Jenks me clavó los ojos con inquietante intensidad—. Cielo santo, criatura. ?Por una cosa de nada como esto?
—Pero Jenks no tendría que haberse enfrentado a ellas —repliqué—. Podían haberlo matado.
—Eran solo tres —dijo extendiendo un pa?o blanco junto a Jenks con una especie de equipo quirúrgico con vendas, ungüento y lo que parecía membrana de alas artificial—. Y ya sabían lo que les esperaba. Vieron las advertencias. Sus muertes están justificadas. —Sonrió y entendí por qué Jenks había usado su deseo para no perderla. Parecía un ángel, incluso con el cuchillo que llevaba en la mano.
—Pero no iban a por vosotros —insistí—, me buscaban a mí.
Sacudió la cabeza agitando las puntas de su fino pelo.
—Eso no importa —dijo con su lírica voz—. Habrían tomado el jardín de todas formas. Pero creo que lo hicieron por el dinero. —Casi escupió la palabra al pronunciarlo—. A la SI le habrá costado un montón de dinero convencerlas para que se enfrentasen a la fuerza de mi Jenks. —Suspiró y fue cortando trozos de la membrana para tapar los agujeros en las alas de Jenks con la frialdad de alguien que remienda un calcetín—. No te preocupes —dijo—. Se han atrevido porque acabamos de mudarnos y pensaron que podrían pillarnos desprevenidos. —Me devolvió una mirada de suficiencia—. Pero les hemos demostrado que se equivocaban, ?verdad que sí?
No sabía qué decir. La animosidad entre pixies y hadas iba más allá de lo que hubiese imaginado. Siendo ambos de la opinión de que nadie podía poseer la tierra, los pixies y las hadas rechazaban la idea de los títulos de propiedad y contaban con que la tradición oral bastaba. Y como no disputaban con nadie más que entre ellos, los tribunales hacían la vista gorda frente a sus asuntos, permitiéndoles solucionar sus desacuerdos entre ellos. Y aparentemente eso incluía los asesinatos. Me preguntaba qué habría pasado con quienquiera que viviese en el jardín antes de que Ivy alquilase la iglesia.
—A Jenks le caes bien —dijo la mujercita, enrollando la membrana de ala y guardándola—. Te considera su amiga. Yo también lo haré por respeto a él.
—Gracias —tartamudeé.
—Sin embargo, no confío en ti —dijo dejándome perpleja. Era tan directa como su marido y casi tan diplomática como él—. ?Es verdad que lo has hecho socio? ?De verdad y no para gastarle una broma cruel?
Asentí, más seria de lo que había estado en toda la semana.
—Sí, se?ora. Se lo ha ganado.
La se?ora Jenks empu?ó unas diminutas tijeras. Parecían más una reliquia que una herramienta funcional. Tenían el mango de madera con forma de pájaro con el pico de metal. Abrí los ojos pasmada al verla coger las tijeras y arrodillarse junto a Jenks.
—Por favor, sigue durmiendo, cari?o —le susurró y la observé atónita mientras delicadamente recortaba los deshilachados bordes de las alas de Jenks. El olor a sangre cauterizada se hizo intenso en la habitación cerrada.
Ivy apareció entonces en el umbral como si la hubiesen llamado.
—Estás sangrando —dijo.
Negué con la cabeza.
—Es el ala de Jenks.
—No. Estás sangrando. Tu pie.
Me incorporé con una expresión angustiada. Rompiendo el contacto visual con Ivy, levanté el pie para mirarme la planta. Una mancha roja cubría el talón. Había estado demasiado ocupada para darme cuenta.
—Ya lo limpio yo —dijo Ivy e inmediatamente dejé caer el pie retrocediendo—. El suelo —dijo Ivy molesta—. Has dejado huellas ensangrentadas por todo el suelo. —Miré hacia donde ella apuntaba en el pasillo, viendo claramente mis huellas ahora que se iba haciendo de día—. No pensaba tocarte el pie —farfulló Ivy saliendo con paso firme.
Me ruboricé. Bueno… después de todo me había despertado con el aliento de una vampiresa en el cuello.
Se oyeron varios portazos de los armarios de la cocina y el chorro del agua. Estaba enfadada conmigo. Quizá debería disculparme, pero ?por qué? Ya le había pedido perdón por lo del pu?etazo.
—?Seguro que Jenks se va a poner bien? —pregunté eludiendo el problema.
La mujer pixie suspiró.
—Sí, si logro colocarle los parches en su sitio antes de que se despierte.
Se sentó sobre sus talones, cerró los ojos y murmuró una breve oración. Secándose las manos en la falda, cogió una paleta con mango de madera. Colocó uno de los parches en su sitio y pasó la paleta por los bordes, fundiendo el parche con el ala. Jenks se estremeció pero no se despertó. Cuando terminó le temblaban las manos y estaba cubierta por un poco de polvo de pixie que la hacía brillar. Era un auténtico ángel.