Bruja mala nunca muere

Jenks había vuelto esa tarde con un lento y peludo hombre lobo arrastrándose tras él. Era su amigo, el que traía mis cosas. Le pagué por la cesta que apestaba a humedad que llevaba consigo y le agradecí que me hubiese traído la poca ropa que no había sido maldecida: mi chaqueta de invierno y un par de jerséis rosas que estaban metidos en una caja al fondo de mi armario. Le dije al hombre que no se molestase en traerme nada más que ropa, música y cacharros de cocina por ahora y se marchó con cien dólares en el pu?o, prometiéndome traerme al menos la ropa al día siguiente.

 

Suspiré y levanté la vista de mi libro, vi al se?or Pez en el alféizar de la ventana y tras él el negro jardín. Me cubrí la ampolla de la nuca con la mano ahuecada y aparté el libro para hacer sitio al siguiente. Denon debía de estar muy cabreado para mandarme a los hombres zorro a plena luz del día, cuando estaban en clara desventaja. Si hubiese sido de noche, probablemente estaría muerta, hubiese luna llena o no. El hecho de que malgastase el dinero me decía que probablemente le había caído una buena por dejar que Ivy se marchase.

 

Después de escapar de los hombres zorro, había tenido que tirar la casa por la ventana y coger un taxi de vuelta a casa. Me lo justifiqué a mí misma diciéndome que era para evitar a un posible sicario en el autobús, pero la verdad es que no quería que nadie me viese temblando como una hoja. Los temblores empezaron unas tres manzanas después de entrar en el taxi y no pararon hasta que estuve tanto rato en la ducha que gasté toda el agua caliente. Nunca había estado al otro lado de la cacería. No me había gustado, pero lo que más me asustó fue pensar que quizá tuviera que usar un hechizo de magia negra para mantenerme con vida.

 

Gran parte de mi trabajo conllevaba detener a hechiceros y brujas de ?hechizos grises?, quienes podían coger un hechizo completamente bueno, como un amuleto de amor, y darle un uso malvado. Pero los verdaderos creadores de magia negra también andaban sueltos y yo también había detenido a los que se especializaban en las formas más oscuras de enga?o: la gente que podía hacerte desaparecer… y por unos cuantos dólares más, hechizar a tu familia y amigos para que no recordasen tu existencia; y también al pu?ado de inframundanos que controlaban las luchas de poder de los bajos fondos de Cincinnati. A veces, lo mejor que había sido capaz de hacer era cubrir la fea realidad para que la humanidad nunca supiese lo difícil que era controlar a los inframundanos que consideraban a los humanos simple ganado. Pero nunca nadie me había perseguido así antes. No estaba segura de cómo debía protegerme y a la vez mantener el karma limpio.

 

Había empleado las últimas horas de luz del día en el jardín. Remover la tierra con un montón de ni?os pixie alborotando alrededor era una buena forma de poner los pies en el suelo y me di cuenta de que le debía a Jenks un enorme ?gracias? por muchos motivos. Hasta que no entré, cargada con mis materias primas para los hechizos y la nariz quemada por el sol, no descubrí por qué gritaban y me llamaban con tanto alborozo. No estaban jugando al escondite, estaban interceptando bolas de líquido.

 

La peque?a pirámide de bolas ordenadamente amontonadas junto a la puerta trasera me dejó helada. Cada una de ellas llevaba escrita mi muerte. No tenía ni idea, ni pu?etera idea. Verlas allí me puso frenética, cabreándome en lugar de asustándome. La próxima vez que los cazadores me encontrasen, me juré a mí misma, estaría preparada.

 

Tras mi arrebato de brujería, mi bolso estaba repleto de mis amuletos habituales. El palo de secuoya que me había traído de la oficina me había salvado la vida. Cualquier madera puede almacenar hechizos, pero en la secuoya duran mucho más. Los amuletos que no llevaba en el bolso colgaban de los ganchos para tazas del armario anteriormente vacío. Todos eran hechizos fantásticos, pero necesitaba algo más potente. Con un suspiro, abrí el siguiente libro.

 

—?Transmutación? —dijo Ivy apartando los formularios y acercándose el teclado de su ordenador—. ?Tan buena eres?

 

Me saqué un poco de tierra de una u?a con la del pulgar.

 

—La necesidad es la madre del valor —mascullé sin mirarla a los ojos. Repasé el índice del libro: necesitaba algo peque?o, preferiblemente que pudiese defenderse por sí mismo.

 

Ivy volvió a navegar por Internet dándole un sonoro mordisco al apio. La había estado observando de cerca desde la puesta de sol. Era la compa?era de piso perfecta. Obviamente estaba haciendo un esfuerzo para mantener sus habituales reacciones de vampiro bajo mínimo. Probablemente contribuyera el hecho de que yo había vuelto a lavar mi ropa. En cuanto empezase a ponerse seductora le pediría que se fuese.

 

—Aquí hay uno —dije bajito—. Un gato. Necesito veintiocho gramos de romero, media taza de menta, una cucharita de extracto de asclepia recogido tras la primera helada… bueno, descartado. No tengo extracto y no creo que pueda ir a la tienda ahora.