Me latía con fuerza el corazón. Me quité la chaqueta con mucho cuidado. Estaba cubierta de goterones de líquido. Si no la hubiese llevado puesta, probablemente estaría muerta. La metí en la papelera de alguien.
En la oficina seguían pidiendo a gritos una fregona cuando saqué un vial de agua salada de mi bolso. Me quemaban los dedos y el dolor de la nuca era agónico. Con las manos temblorosas mordí la punta del tubo de plástico. Conteniendo la respiración, vertí el agua sobre mis dedos y luego sobre mi inclinado cuello. Resoplé ante la repentina punzada y el tufillo a azufre cuando se rompió la maldición. El agua salada goteó hasta el suelo. Dediqué un precioso instante a recrearme en el cese del dolor.
Aún temblorosa, me sequé la nuca con la manga. La ampolla bajo mi delicada piel dolía, pero la palpitación por el agua salada resultaba calmante, comparado con la quemazón anterior. Me quedé donde estaba sintiéndome estúpida e intentando pensar en cómo salir de allí. Era una bruja buena. Todos mis amuletos eran defensivos, no ofensivos. Pegarles una paliza y mantenerlos en el suelo hasta lograr esposarlos era mi forma de actuar. Yo siempre había sido la cazadora, no la presa. Fruncí el ce?o admitiendo que no tenía nada para esta situación.
El griterío exagerado de Megan me informaba exactamente de dónde estaba cada uno. Noté de nuevo una punzada en la nuca. No se estaba extendiendo, tenía suerte. Recuperé el aliento unos cubículos más allá. Ojalá no sudara demasiado. Los hombres zorro tenían un excelente olfato, pero una única idea en la cabeza. Probablemente fuese el persistente olor a azufre lo que evitaba que me hubiesen localizado ya. No podía quedarme allí. Los amortiguados golpes en la puerta trasera me decían que era hora de largarse.
La tensión martilleaba mi sien cuando cuidadosamente me asomé por encima de los paneles de separación para ver que el zorro número uno deambulaba sigilosamente entre los cubículos seguido por el zorro número tres. Inspiré sin hacer ruido y me desplacé agazapada en dirección contraria. Estaba apostando mi propia vida a que los asesinos habían dejado a uno de ellos en la puerta principal y que por lo tanto no me lo tropezaría de camino allí.
Gracias a la ininterrumpida arenga de Megan acerca del agua en el suelo, logré alcanzar el arco de acceso al vestíbulo sin que nadie se diese cuenta. Pálida por el susto miré al otro lado del arco y descubrí que la recepción estaba desierta. Había papeles por todo el suelo y rodaban bolígrafos bajo mis pies. El teclado de Megan colgaba balanceándose del cable. Casi sin respirar, me abrí paso a hurtadillas hacia la puertezuela del mostrador y la abrí. Aún tirada por el suelo, logré echar un vistazo a la entrada más allá del mostrador. El corazón me dio un vuelco. Había un zorro paseando nerviosamente junto a la puerta. Parecía fastidiado por tener que quedarse allí. Bueno, esquivar a uno era mejor que tener que librarme de dos.
Oía la chillona voz de Francis a lo lejos desde la sala del archivo.
—?Aquí? ?Denon los ha enviado aquí? Tiene que estar borracho. No, vuelvo enseguida. Tengo que ver esto, seguro que es para partirse de risa.
Su voz se acercaba. Quizá Francis quisiera ir a dar un paseo conmigo, pensé. La esperanza tensó mis músculos. Si con algo podía contar viniendo de Francis era con su curiosidad y su estupidez; una combinación peligrosa en nuestra profesión. Esperé un momento, bombeando adrenalina hasta que levantó la puertezuela y entró en el mostrador.
—Menudo desastre —dijo prestando más interés al desorden del suelo que a mí cuando me levanté a sus espaldas. Ni me vio aparecer. Estaba demasiado ocupado rascándose. Como una máquina de precisión, deslicé un brazo sobre su cuello y le retorcí uno de los suyos tras la espalda, logrando casi levantarlo del suelo.
—?Aaahh, maldita sea, Rachel! —gritó demasiado intimidado para pensar lo fácil que le sería darme un codazo en el estómago y librarse de mí—. ?Suéltame! No tiene gracia.
Tragando saliva, miré con ojos asustados al zorro de la puerta que me apuntaba con su arma.
—No, no tiene ninguna gracia, listillo —le susurré al oído, consciente de lo dolorosamente cerca de la muerte que estábamos. Francis no tenía ni idea, y pensar que pudiera hacer algo estúpido me daba más miedo que la pistola. Me latía con fuerza el corazón y tenía las piernas flojas—. No te muevas —le dije—. Si cree que tiene vía libre para dispararme, lo hará.
—?Y a mí qué me importa? —replicó.
—?Acaso ves por aquí a alguien más aparte de tú, yo y el pistolero? —dije en voz baja—. No creo que le resulte difícil librarse de un testigo ahora, ?no?