Había un hombre con traje negro, camisa blanca almidonada y una delgada corbata negra. Tenía los brazos a la espalda con gesto de seguridad en sí mismo. No se había quitado las gafas de sol. Capté un ligero olor a almizcle y a juzgar por la suave barba rojiza supuse que era un hombre zorro.
Se le unió otro hombre, interponiéndose entre la salida y yo. El tampoco se quitó las gafas de sol. Los miré, evaluándolos. Habría un tercero en algún sitio, probablemente detrás de mí. Los asesinos siempre trabajaban en grupos de tres. Ni más, ni menos. Siempre tres, pensé fríamente notando que se me cerraba la boca del estómago. Tres contra uno no era justo. Miré por el pasillo hacia la sala.
—Nos vemos en casa, Jenks —susurré, sabiendo que no podía oírme.
Los dos esbirros se cuadraron. Uno se desabrochó la chaqueta para dejarme ver su pistolera. Me quedé de piedra. No me acribillarían a sangre fría delante de testigos. Denon estaba cabreado, pero no era estúpido. Estaban esperando a que huyese.
Me quedé allí de pie con las manos en las caderas y las piernas separadas para tener mejor equilibrio. La actitud lo es todo.
—?Por qué no lo solucionamos hablando, chicos? —dije con tono agrio y el corazón a mil.
El que se había desabrochado la chaqueta forzó una sonrisa. Sus dientes eran peque?os y afilados. Una alfombra de fino pelo rojo le cubría el dorso de la mano. Uff, otro hombre zorro, genial. Tenía mi cuchillo, pero el objetivo era mantenerme lo suficientemente lejos de ellos como para no tener que usarlo.
A mi espalda se oyó un airado grito de Megan.
—En mi vestíbulo no. Salid fuera.
El corazón me dio un vuelco, ?Meg iba a ayudarme? Quizá, pensé, y con un suave movimiento salté por encima del mostrador. No quería manchar su moqueta.
—Por allí —dijo Megan apuntando hacia atrás, al arco de entrada a las oficinas.
No había tiempo para dar las gracias. Salí disparada hacia el arco y llegué a una zona de oficinas que estaba abierta. Tras de mí se oían ahogados golpes y maldiciones a gritos. La oficina, del tama?o de un almacén, estaba dividida por las separaciones de metro veinte favoritas de la empresa, creando un laberinto de proporciones bíblicas.
Sonreí y saludé con la mano a las sorprendidas caras de las pocas personas que estaban trabajando mientras mi bolso golpeaba las separaciones al correr entre ellas. Empujé el dispensador de agua y grité un ?Perdón? poco sincero mientras la máquina caía al suelo. La garrafa no se rompió, pero se salió de su sitio. El fuerte gorgoteo del agua pronto se vio ahogado por los gritos de consternación y de gente pidiendo una fregona.
Miré hacia atrás. Uno de los tipos se había topado con tres empleados que luchaban por controlar la pesada garrafa. No había sacado el arma. Todo bien por ahora. Encontré la puerta trasera. Corrí hacia la pared del fondo y abrí de golpe la salida de incendios saboreando el aire fresco.
Había alguien esperándome. Una mujer me apuntaba con un arma de ca?ón ancho.
—?Mierda! —exclamé dando marcha atrás y cerrando la puerta. Antes de que se cerrase del todo un disparo líquido acertó en la separación justo detrás de mí, dejando una mancha gelatinosa. Me quemaba el cuello. Me lo toqué con la mano y grité al notar una ampolla del tama?o de un dólar de plata. Me quemé los dedos al tocarla.
—Estupendo —farfullé mientras me limpiaba la transparente gelatina del dobladillo de la chaqueta—. No tengo tiempo para esto.
De una patada volví a colocar la cerradura de seguridad en la puerta y salí como un rayo hacia el laberinto. Ya no estaban usando hechizos de efecto retardado. Estos estaban ya listos y cargados en bolas de líquido. De puta madre. Imaginé que esta llevaba una poción de combustión espontánea. Si me hubiese dado de lleno hubiera muerto. No sería más que un bonito montoncito de cenizas sobre la moqueta. No había forma de que Jenks hubiese podido olfatear esto, aunque hubiese estado conmigo.
Personalmente prefería que me matase una bala. Al menos eso parecía más romántico. Pero era más difícil hallar al creador de un hechizo letal que al fabricante de una bala de un arma convencional. Por no mencionar que una buena maldición no dejaba pistas O en el caso de la combustión espontánea, ni siquiera dejaba muchos restos del cuerpo. Sin cuerpo no hay crimen. No había peligro de ir a la cárcel.
—?Allí! —gritó alguien. Me tiré debajo de una mesa. Me dolió el codo al aterrizar sobre él. Notaba como si me ardiese la nuca. Tenía que ponerme un poco de sal para neutralizar el hechizo antes de que se extendiese.