Estaba sentada en la parte libre de la mesa de Ivy, estudiando el libro más usado que había encontrado en el ático. Parecía lo suficientemente antiguo como para haber sido impreso antes de la Guerra de Secesión. Algunos de los hechizos me resultaban completamente desconocidos. Era una lectura fascinante y admito que la oportunidad de probar uno o dos de esos hechizos me colmaba de emoción. Ninguno tenía ni rastro de magia negra, lo que me agradaba enormemente. Hacerle da?o a alguien con magia era repugnante e incorrecto. Iba contra todo aquello en lo que creía, y además no merecía la pena.
Toda magia requería pagar el precio con muertes de distintos grados de severidad. Yo era estrictamente una bruja terrenal. Mi fuente de poder provenía de la tierra a través de las plantas y era acelerada mediante el calor, la sabiduría y la sangre de bruja. Como únicamente trataba con magia blanca, el coste se pagaba sacrificando la vida de las plantas. Podía vivir con eso. No pensaba profundizar en la moralidad de matar plantas, me volvería loca cada vez que le cortase el césped a mi madre. Eso no quería decir que no existieran brujas terrenales que practicaban la magia negra, que sí las había; pero la magia negra terrenal requería ingredientes desagradables, como partes de cuerpos y sacrificios. El mero hecho de reunir los materiales necesarios para un hechizo negro bastaba para mantener a la mayoría de las brujas terrenales en el lado blanco.
Las brujas de línea luminosa, sin embargo, eran otra historia. Ellas obtenían su poder directamente de la fuente, en crudo y sin filtrar, a través de los seres vivos. Ellas también requerían muerte, pero era una muerte más sutil. Se trataba de la lenta muerte del alma y no tenía por qué ser necesariamente la suya. La muerte del alma requerida por las brujas blancas de línea luminosa no era tan estricta como la que necesitaban las brujas negras; volviendo a la analogía anterior, era como comparar el césped cortado con el sacrificio de cabras en el sótano. Pero crear un hechizo poderoso pensado para da?ar a alguien o matarlo dejaba una herida imborrable en uno.
Las brujas negras de línea luminosa arreglaban ese asunto traspasando el pago a otra persona, normalmente uniéndolo al mismo amuleto para producir en el receptor un doble golpe de mala suerte. Pero si la persona era completamente ?pura de espíritu? o más poderosa, el coste, aunque no el amuleto en sí, rebotaba directamente a su creador. Se decía que una cantidad suficiente de magia negra en un alma la hacía más vulnerable a la tentación de los demonios, que podían atraerlas en contra de su voluntad al mundo de siempre jamás.
Igual que le había sucedido a mi padre, recordé acariciando la página que tenía delante con el pulgar. Yo sabía con seguridad que él había sido un brujo blanco hasta el final. Tendría que haber sido capaz de encontrar el camino de vuelta a la realidad, aunque no vivió para ver el siguiente amanecer.
Un ruido llamó mi atención. Me quedé rígida al ver a Ivy con una bata de seda negra apoyada en el quicio de la puerta. Los recuerdos de la pasada noche volvieron a mi mente y se me hizo un nudo en el estómago. No pude evitar llevarme la mano al cuello, pero cambié su trayectoria para colocarme el pendiente mientras fingía estudiar el libro.
—Buenos días —dije prudentemente.
—?Qué hora es? —preguntó Ivy con voz cascada.
La miré de reojo. Su liso pelo estaba revuelto, reflejando las arrugas de la almohada. Tenía oscuras ojeras bajo los ojos y su ovalado rostro parecía cansado. La languidez de media tarde abatía por completo su aire de depredador al acecho. Llevaba en la mano un delgado libro forrado en piel y me preguntaba si había pasado la noche en vela como yo.
—Son casi las dos —dije con cautela empujando con el pie la silla al otro lado de la mesa para que no se sentase junto a mí. Ivy parecía estar bien, pero yo no sabía cómo tratarla ahora. Llevaba puesto mi crucifijo, aunque no es que eso fuese a detenerla, y mi cuchillo de plata en el tobillo; que tampoco valdría de mucho. Un amuleto de sue?o la dejaría fuera de juego, pero lo tenía en mi bolso, colgado en una silla fuera de mi alcance. Tardaría al menos cinco segundos en invocar uno. Sinceramente, la verdad es que no parecía una amenaza ahora mismo.
—He hecho magdalenas —dije—. He usado tus ingredientes, espero que no te importe.
—Ah —gru?ó, arrastrando sus zapatillas negras por el brillante suelo hasta la cafetera. Se sirvió una taza del templado líquido, apoyándose en la encimera para beberlo. Su deseo había desaparecido de su cuello. Me preguntaba qué habría pedido. Me preguntaba si tendría algo que ver con lo sucedido anoche.
—Ya estás vestida —musitó desplomándose en la silla que yo había retirado para ella delante de su ordenador—. ?Cuánto tiempo llevas despierta?
—Desde las doce —mentí. Llevaba despierta toda la noche haciendo como que dormía en el sofá. Decidí empezar oficialmente el día cuando volví a vestirme. Sin mirarla pasé la página amarillenta—. Veo que ya has usado tu deseo —murmuré—. ?Qué has pedido?
—No es asunto tuyo —dijo con evidente tono de advertencia.