Bruja mala nunca muere

—Yo me encargo —dije sin pensarlo dos veces.

 

Jenks subió volando desde unas violetas. Sus pantalones morados estaban manchados de polen, a juego con su camisa amarilla.

 

—?Trabajos manuales? —dijo extra?ado—, ?con esas u?as que llevas?

 

Eché un vistazo a mis perfectamente ovaladas u?as rojas.

 

—No es trabajo, es… terapia.

 

—Lo que tú digas. —Su atención se centró en sus ni?os, y se lanzó atravesando el jardín para rescatar a la mariposa con la que se peleaban.

 

—?Crees que encontrarás aquí todo lo que necesitas? —me preguntó Ivy girándose para volver dentro.

 

—Casi, casi. No se puede maldecir la sal, así que probablemente mis reservas estén bien, pero necesito mi caldero para los hechizos buenos y todos mis libros.

 

Ivy se detuvo en el camino.

 

—Creía que tenías que saber cómo hacer pociones de memoria para obtener la licencia de bruja.

 

Ahora había logrado abochornarme y, disimulando, me agaché para arrancar una mala hierba junto al romero. Nadie se hacía sus propios amuletos si podía permitirse comprarlos.

 

—Sí —dije, tirando al suelo la hierba y limpiándome la tierra de debajo de las u?as—, pero estoy un poco falta de práctica. —Suspiré. Esto iba a ser más difícil de lo que parecía.

 

Ivy se encogió de hombros.

 

—?No puedes bajarte la información de Internet? Me refiero a las recetas.

 

La miré con recelo. ?Fiarme yo de algo bajado de Internet? Menuda idea.

 

—Hay algunos libros en el desván.

 

—Sí, claro —dije con cierto sarcasmo—. Ciento un hechizos para principiantes, todas las iglesias tienen uno.

 

Ivy se puso tensa.

 

—No seas infantil —dijo haciendo desaparecer el marrón de sus ojos tras sus dilatadas pupilas—. Simplemente he pensado que si uno de los sacerdotes era brujo y había plantado las plantas adecuadas en el jardín, quizá hubiese dejado también sus libros. La anciana me dijo que se había fugado con una de las feligresas jóvenes. Probablemente por eso están sus cosas en el desván, por si acaso tenía el valor de volver.

 

Lo último que deseaba era una vampiresa enfadada durmiendo al otro lado del pasillo.

 

—Lo siento —me disculpé—. Iré a echar un vistazo y si tengo suerte cuando vaya al cobertizo a buscar una sierra para cortar mis amuletos, encontraré también el saco de sal que deben usar para cuando los escalones se cubren de hielo.

 

Ivy hizo un leve movimiento, girándose para mirar hacia el peque?o cobertizo. Pasé por delante de ella, deteniéndome en el umbral.

 

—?Vienes? —dije, decidida a no dejar que pensase que entrar y salir del modo vampiro iba a amedrentarme—. ?O me dejarán entrar tus buhos a mí sola?

 

—No, quiero decir, sí. —Ivy se mordió el labio inferior. Ese era sin duda un gesto humano que me sorprendió—. Te dejarán entrar allí arriba, pero no hagas mucho ruido. Enseguida subo yo.

 

—Como quieras… —murmuré dándome la vuelta y yéndome hacia el campanario.

 

Como Ivy había asegurado, los buhos me dejaron tranquila. Resultó que en el desván había un ejemplar de todos los libros que había perdido en mi apartamento y más. Algunos de ellos eran tan antiguos que se caían a pedazos. En la cocina había un montón de calderos de cobre, probablemente, como aseguraba Ivy, únicamente usados para hacer chili. Eran perfectos para hacer hechizos, ya que no habían sido sellados para evitar que se deslustrasen. El hecho de encontrar todo lo que necesitaba tan fácilmente era inquietante, tanto que cuando entré en el cobertizo para buscar una sierra sentí alivio al no encontrar allí la sal. No, no estaba allí, sino en el suelo de la despensa. Todo estaba saliendo demasiado bien. Algo malo vendría después.

 

 

 

 

 

Capítulo 6

 

 

Me senté en la antigua mesa de la cocina de Ivy con los tobillos entrecruzados y balanceando los pies enfundados en mis peludas zapatillas rosas. Las verduras cortadas en tiras estaban cocinadas a la perfección, crujientes y sabrosas. Las aparté dentro de la cajita blanca de cartón buscando más trocitos de pollo.

 

—Esto está buenísimo —mascullé con la boca llena. Las especias picantes me ardían en la lengua y se me saltaron las lágrimas. Me lancé a por el vaso de leche que tenía reservado para luego y apagué mi sed—. Pica —dije, mientras Ivy levantaba la vista de la cajita que tenía entre sus alargadas manos—. Jolín, pica un montón.

 

Ivy arqueó una delgada ceja negra.

 

—Me alegro de que te guste. —Estaba sentada en la mesa en un espacio que había despejado delante de su ordenador. Cuando agachaba la cabeza sobre su cajita de comida para llevar, su pelo negro caía como una cortina sobre su cara. Se lo retiró tras la oreja y observé la línea de su mandíbula moverse lentamente mientras comía.