Bruja mala nunca muere

—?No le da miedo que me maldigan estando en su porche y que lo arrastre conmigo?

 

—No. —Se reclinó en su mecedora y tomó su vaso—. Te acabo de quitar esto de encima —dijo, sujetando entre los dedos un diminuto amuleto con forma de palillo. Dejándome boquiabierta, lo echó dentro de su vaso. Lo que yo creía que era limonada comenzó a burbujear disolviendo la maldición. Un humo amarillo ascendió desde el vaso y él agitó la mano teatralmente.

 

—?Madre mía! Este era bastante fuerte —dijo el anciano.

 

?Agua salada?, pensé. Hizo una mueca ante mi evidente asombro.

 

—Ese hombre del autobús… —balbuceé retrocediendo en el porche. El azufre amarillo formó un remolino por la escalera, como si me persiguiese.

 

—Me alegro de conocerla, se?orita Morgan —dijo el hombre mientras yo salía tambaleante a la acera bajo el sol de la tarde—. Puede que una vampiresa y un pixie le salven la vida unos días, pero debe tener más cuidado.

 

Me giré para mirar a la calle, hacia donde había desaparecido el autobús hacía ya rato.

 

—El tío del autobús…

 

Keasley asintió.

 

—Tiene razón en eso de que no intentarán nada mientras haya testigos, al menos al principio, pero debe tener cuidado con los amuletos que no se activan hasta que uno está solo —dijo.

 

No me había acordado de las maldiciones de efecto retardado. ?De dónde sacaría Denon todo este dinero? Se me torció el gesto al imaginarme la respuesta: el dinero del soborno de Ivy estaba pagando mis amenazas de muerte. Estupendo.

 

—Estoy en casa todo el día —continuó diciendo Keasley—, venga a verme si necesita hablar. No salgo mucho últimamente por la artritis —dijo dando una palmada en su rodilla.

 

—Gracias —dije—, por encontrar ese amuleto.

 

—Un placer —replicó dirigiendo la mirada al techo, al ventilador que giraba lentamente.

 

Tenía un nudo en el estómago mientras caminaba hacia la acera. ?Es que acaso toda la ciudad sabía ya que lo había dejado? Quizá Ivy había hablado antes con él. Me sentía vulnerable en la calle desierta. Crucé la calzada buscando los números de las casas.

 

—Mil quinientos noventa y tres —murmuré frente a una casita amarilla con dos bicicletas tiradas en el césped—. Mil seiscientos uno —dije leyendo el número sobre una bonita casa de ladrillo. Fruncí los labios. Lo único que había entre ambas era la iglesia de piedra. Me quedé helada… ?una iglesia?

 

Un zumbido inesperado me pasó junto a la oreja e instintivamente me agache.

 

—?Hola, Rachel! —dijo Jenks frenando en seco justo fuera de mi alcance.

 

—?Maldita sea, Jenks! —grité enfadándome aun más al oír la risa del anciano desde el otro lado de la calle—. ?No hagas eso!

 

—Ya he solucionado lo de tus cosas —dijo Jenks—, le he pedido que lo ponga todo en cajas.

 

—Es una iglesia —dije.

 

—No me digas, Sherlock. Espera a ver el jardín.

 

Me quedé allí plantada.

 

—Es una iglesia —repetí. Jenks revoloteó, esperándome.

 

—Tiene un jardín enorme detrás, genial para hacer fiestas.

 

—Jenks —dije con los dientes apretados—, es una iglesia, el jardín suele ser el cementerio.

 

—No todo entero —dijo impacientándose—, y además, ya no es una iglesia. Ha sido una guardería los dos últimos a?os. No han enterrado a nadie aquí desde la Revelación.

 

Me quedé parada mirándolo.

 

—?Han trasladado los cadáveres?

 

Su revoloteo cesó y se quedó suspendido en el aire sin moverse.

 

—Por supuesto que han trasladado los cadáveres. ?Te crees que soy idiota? ?Crees que viviría en un sitio donde hubiera humanos muertos? Por Dios bendito. Con la de bichos que salen, las enfermedades, los virus y la porquería filtrándose por la tierra y por todas partes.

 

Apreté con fuerza mi caja, adentrándome por la sombría calle hacia los anchos escalones de la iglesia. Jenks no tenía ni idea de si los cuerpos habían sido trasladados o no.

 

Los escalones de piedra gris estaban desgastados por el centro tras décadas de uso y eran resbaladizos. Llegué a una puerta doble más alta que yo, hecha de madera rojiza remachada con metal. Una de las hojas tenía una placa atornillada en la que pude leer: ?Guardería Donna?. Abrí la puerta sorprendida por la fuerza que había que ejercer para sujetarla. No había ni siquiera una cerradura, simplemente un cerrojo por dentro.