Bruja mala nunca muere

No obtuve respuesta. Me quedé allí de pie, pensando. No tenía muchos recursos y ella lo sabía. Supuse que podía quedarme en mi nueva oficina hasta que encontrase algo. Volver a casa de mi madre no era una opción y no había hablado con mi hermano desde que entré en la SI.

 

—?Qué pasa con mi fianza? —pregunté. Tras la puerta siguió el silencio. Me estaba cabreando mucho. Una llama lenta y firme me ardía dentro y me duraría días—. Se?ora Talbu —dije pausadamente—, si no me devuelve el resto de mi alquiler de este mes y mi fianza voy a sentarme delante de su puerta. —Hice una pausa para escuchar—. Me voy a quedar aquí sentada hasta que me manden una maldición. Probablemente explotaré aquí mismo, dejando una enorme mancha de sangre en su moqueta que no podrá limpiar y tendrá que ver esa gran mancha de sangre todos los días, ?me oye, se?ora Talbu? —continué amenazando despacio—. Trocitos de mí se quedarán pegados al techo de su pasillo.

 

Se oyó un lamento ahogado.

 

—?Ay, Dios mío, Dinky! —dijo trémula la se?ora Talbu—. ?Dónde estará mi chequera?

 

Miré a Jenks y le dediqué una sonrisa amarga. El me respondió levantando los pulgares.

 

Un garabateo seguido por un momento de silencio y luego el característico sonido del papel al rasgarse. Me preguntaba por qué seguía haciendo el teatrillo de la ancianita. Todo el mundo sabía que era más dura que una bo?iga de dinosaurio petrificada y que probablemente nos enterraría a todos. Ni la muerte la quería.

 

—Voy a hacer correr la voz acerca de ti, golfa —dijo la se?ora Talbu desde el otro lado de la puerta—. No vas a encontrar ningún sitio para alquilar en toda la ciudad.

 

Jenks bajó en picado al ver aparecer un papel bajo la puerta. Tras sobrevolarlo un instante, dio su visto bueno. Lo recogí y leí la cantidad.

 

—?Qué pasa con mi fianza? —pregunté—. ?Quiere entrar conmigo en el apartamento para revisarlo y asegurarse de que no hay agujeros en las paredes ni runas bajo la moqueta?

 

La oí maldecir entre dientes y luego más garabateos; después apareció otro papel bajo la puerta.

 

—Sal de mi edificio —gritó la se?ora Talbu— antes de que te eche al se?or Dinky encima.

 

—Yo también te quiero, vieja rata. —Saqué mi llave del llavero y la tiré, enfadada pero satisfecha por haber conseguido el segundo cheque.

 

Volví junto a mis cosas, deteniéndome en seco al percibir el olor a azufre que despedían. Noté una fuerte tensión en los hombros al ver toda mi vida amontonada contra la pared. Todo estaba maldito. No podía tocar nada. Que Dios se apiadase de mí, ?estaba amenazada de muerte por la SI!

 

—No puedo ba?arlo todo en sal —me lamenté, oyendo una puerta cerrarse.

 

—Conozco a un tío que tiene un almacén —dijo Jenks en un tono compasivo poco habitual en él—. Si se lo pido puede llevárselo todo y guardártelo. Ya disolverás la maldición más adelante —continuó sin mucho convencimiento mirando mis discos tirados sin contemplaciones dentro de mi caldero de cobre para hechizos.

 

Asentí apoyándome en la pared y dejándome caer hasta que mi trasero golpeó el suelo. Mi ropa, mis zapatos, mi música, mis libros… ?mi vida!

 

—?Oh, no! —dijo Jenks bajito—. Tu disco de Lo mejor de Takata también está maldito.

 

—Y está firmado —murmuré. El zumbido de sus alas se hizo menos intenso. El plástico aguantaría un ba?o en agua salada, pero el papel se estropearía. Me preguntaba si Takata me mandaría otro si se lo pedía. Quizá me recordaba. Pasamos una noche salvaje cazando sombras por las ruinas de los antiguos biolaboratorios de Cincinnati. Creo que escribió una canción sobre aquello: ?Sale la luna nueva, sin examinar, las sombras de la fe crean una vacuna arriesgada?. Estuvo en la lista de los veinte éxitos durante dieciséis semanas seguidas. Fruncí el ce?o.

 

—?Queda algo a lo que no hayan echado una maldición? —pregunté.

 

Jenks aterrizó sobre la guía de teléfonos y se encogió de hombros. La habían dejado abierta por la página de forenses.

 

—Estupendo. —Con un nudo en el estómago me puse en pie y mis pensamientos volvieron a lo que Ivy había dicho anoche acerca de León Bairn. Lo de sus trocitos repartidos por todo el porche. Tragué saliva. No podía irme a casa. ?Cómo iba a saldar mi cuenta con Denon?

 

La cabeza volvía a dolerme. Jenks se posó en mi pendiente sin abrir su bocaza, recogí mi caja del suelo y bajé las escaleras. Lo primero era lo primero.

 

—?Cómo se llama el tío ese que conoces? —pregunté al llegar a la entrada del edificio—, el del almacén. Si le doy una propina, ?le echará la disolución a mis cosas?

 

—Si le explicas cómo hacerlo… él no es brujo.

 

Volví a concentrarme, intentando pensar con claridad. Mi teléfono estaba en mi bolso, pero la batería estaba descargada. El cargador estaba entre el montón de cosas malditas.

 

—Lo llamaré desde la oficina —dije.

 

—No tiene teléfono —dijo Jenks descolgándose de mi pendiente y volando a la altura de mis ojos. Se le había despegado el vendaje del ala y me preguntaba si debía ofrecerme a arreglárselo.