Bruja mala nunca muere

—?El cheque! —exclamó—. Maldita sea. Ha puesto una maldición en tu cheque.

 

Me quedé paralizada. Dejé caer la chaqueta en la caja y me acerqué al aparentemente inocente sobre. Con los ojos cerrados lo olí intentando percibir el aroma a secuoya. Luego tragué saliva intentando detectar el olor a azufre que dejaba la magia negra.

 

—No huelo nada.

 

Jenks soltó una carcajada ufana.

 

—Yo sí. Tiene que ser el cheque. Es lo único que Denon te ha dado y fíjate, Rachel: es negro.

 

Un mal presentimiento me recorrió. Denon no podía hablar en serio, no podía ser.

 

Miré alrededor y no encontré nadie que pudiese ayudarme. Preocupada saqué el jarrón de la papelera. Tenía un poco de agua del se?or Pez. Eché una pizca de sal en el jarrón, metí el dedo para probarlo y a?adí un poco más. Tras comprobar que la salinidad era igual a la del océano, eché la mezcla sobre el cheque. Si tenía un hechizo, la sal lo rompería.

 

Una nube de humo amarillo apareció encima del sobre.

 

—?Uff, rayos! —exclamé asustada—. No lo respires, Jenks —dije escondiéndome bajo la mesa.

 

Con un chisporroteo repentino, la maldición se disolvió. El humo amarillo del sulfuro se disipó, absorbido por los conductos de ventilación. Gritos de consternación y asco se oyeron a su paso. Hubo una peque?a estampida hacia las puertas. Aun estando preparada, el hedor a huevos podridos me hizo llorar los ojos. La maldición era bastante fea y dirigida solo a mí, ya que tanto Denon como Francis habían tocado el sobre. Seguro que no le había salido barata.

 

Temblando, salí de debajo de la mesa y miré alrededor de la planta desierta.

 

—?Ya no hay peligro? —pregunté tosiendo. Mi pendiente se balanceó cuando Jenks asintió aparatosamente con la cabeza—. Gracias, Jenks.

 

Con el estómago revuelto, metí mi cheque empapado en la caja y salí rodeando los cubículos vacíos. Parecía que Denon iba en serio con lo de su amenaza de muerte. Mi vida era absolutamente maravillosa.

 

 

 

 

 

Capítulo 4

 

 

—Raaaaacheel —canturreaba una vocecita irritante que se dejaba oír claramente por encima del traqueteo y el rugido del motor diesel del autobús. La voz de Jenks, que chirriaba en mi oído interno, era peor que si ara?asen una pizarra y mi mano tembló con el impulso de aplastarlo. Aunque nunca lo rozaría. El peque?o soplagaitas era demasiado rápido.

 

—No estoy dormida —dije antes de que lo hiciese de nuevo—. Solo estoy descansando la vista.

 

—Pues descansando la vista estás a punto de pasarte tu parada, guapetona —dijo con retintín, usando el piropo del taxista de la noche anterior. Levanté un párpado para mirarlo.

 

—No me llames así. —El autobús dobló una esquina y me agarré con fuerza a la caja que llevaba en el regazo—. Aún quedan dos manzanas —dije entre dientes. Se me habían pasado las náuseas, pero seguía doliéndome la cabeza y además, ya sabía que quedaban dos manzanas por el sonido del entrenamiento de la Liga Infantil de Béisbol en el parque de más abajo de mi apartamento. Habría otro entrenamiento después del anochecer para las criaturas nocturnas.

 

Oí un revoloteo de alas cuando Jenks pasó de mi pendiente a la caja.

 

—?Por el amor de Campanilla! ?Esto es todo lo que te pagan? —exclamó.

 

Abrí los ojos de golpe.

 

—?Deja mis cosas! —dije arrebatándole el cheque húmedo y metiéndolo en el bolsillo de mi chaqueta. Jenks hizo una mueca y yo hice un gesto con la mano como si aplastase un bicho. Captó la indirecta y llevándose sus pantalones de payaso fuera de mi alcance se posó en el respaldo del asiento de delante.

 

—?No tienes nada mejor que hacer? Como por ejemplo ayudar a tu familia a mudarse.

 

Jenks tuvo un ataque de risa.

 

—?Ayudarles a mudarse? Ni hablar. Además, debería ir a olfatear tu casa y asegurarme de que todo está en orden antes de que saltes por los aires por usar el ba?o —dijo justo antes de emitir una risa histérica. Varias personas se volvieron hacia mí. Yo me encogí de hombros como diciendo ?pixies?.

 

—Gracias —dije sarcásticamente. Un pixie de guardaespaldas. Denon se moriría de risa si se enteraba. Estaba en deuda con Jenks por descubrir la maldición en mi cheque, pero la SI no habría tenido tiempo de tramar nada más. Imaginaba que tendría unos días antes de que se pusieran manos a la obra. Más bien sería cuestión de tener cuidado de que no me matase ningún hechizo en la calle.

 

Me puse de pie cuando el autobús se detuvo. Bajé trabajosamente los escalones y aterricé en la acera bajo el sol de media tarde. Jenks continuó haciendo molestos círculos a mi alrededor. Era peor que un mosquito.