—Yo no tengo coche de empresa.
—Yo sí. —Se levantó el cuello de la camisa lleno de palmeras, orgulloso de sí mismo. Me prometí a mí misma mantener la boca cerrada, no fuera que le diese otro motivo para jactarse.
—Sí —dijo con un suspiro exagerado—, voy a necesitarlo. Denon me ha pedido que vaya a entrevistarme con el concejal Trenton Kalamack el lunes. —Francis se rió por lo bajo—. Mientras tú estabas por ahí metiendo la pata, yo he estado dirigiendo una redada en la que se incautaron dos kilos de azufre.
—Qué fuerte —dije a punto de estrangularlo.
—No es la cantidad —a?adió apartándose el pelo de los ojos—, lo importante es quién lo llevaba.
Eso sí que me interesaba. ?El nombre de Trenton relacionado con azufre?
—?Quién? —pregunté.
Francis se bajó de mi mesa. Tropezó con mis zapatillas rosas para la oficina y casi se cae. Recuperando el equilibrio me apuntó con el dedo como si fuese una pistola.
—Ten cuidado, Morgan.
Hasta ahí podíamos llegar. Con la expresión crispada estiré la pierna metiendo el pie bajo el suyo. Cayó con un gratificante grito. Puse la rodilla en su espalda sobre la fea chaqueta de poliéster. Me llevé la mano a la cadera buscando mis esposas, pero ya no estaban allí. Jenks me vitoreaba revoloteando a nuestro alrededor. La oficina se quedó en silencio tras un rumor de sorpresa. Nadie se atrevió a intervenir. Ni siquiera se atrevían a mirarme.
—No tengo nada que perder, listillo —le solté, agachándome hasta oler su sudor—. Como bien has dicho, ya estoy muerta, así que lo único que me impide arrancarte los párpados ahora mismo es la curiosidad. Te voy a preguntar de nuevo, ?a quién pillaste con el azufre?
—Rachel —suplicó. Podría haberme tirado de culo pero le dio miedo intentarlo—. Estás en un lío muy… ?ay! —exclamó cuando le clavé las u?as en el párpado derecho—. ?Yolin, Yolin Bates!
—?El secretario de Trent Kalamack? —dijo Jenks sobrevolando mi hombro.
—Sí —dijo Francis ara?ándose la cara con la moqueta al girarse para mirarme—. O más bien lo era, ahora descansa en paz. ?Maldita sea, Rachel, quítate de encima!
—?Está muerto? —Me levanté del suelo y me sacudí el polvo.
Francis se levantó cabreado, pero seguro que estaba disfrutando diciéndome esto o se habría largado de allí inmediatamente.
—Muerto no, muerta —dijo arreglándose el cuello para dejarlo levantado—. La encontraron tiesa como una piedra en el calabozo de la SI ayer. Literalmente. Era una hechicera.
Esto último lo dijo con un tono condescendiente y le dediqué una agria sonrisa. Qué fácil resultaba sentir desprecio por algo que él mismo había sido hasta hacía menos de una semana. Trent, pensé dejando volar la imaginación. Si yo pudiese demostrar que Trent traficaba con azufre y lo entregaba a la SI en bandeja de plata, Denon no tendría más remedio que dejarme tranquila. La SI llevaba a?os tras él mientras las redes del azufre no paraban de crecer.
Nadie sabía ni siquiera a ciencia cierta si Trent era normal o inframundano.
—?Jesús, Rachel! —lloriqueó Francis frotándose la cara—. Me has hecho sangrar de la nariz.
Desperté de mis enso?aciones y lo miré con sorna.
—Ya eres brujo. Cúrate con un hechizo. —Yo sabía que no podía ser tan bueno aún. Tendría que pedir uno prestado como el hechicero que solía ser y noté que eso lo irritó. Le sonreí burlona al verlo abrir la boca para arrepentirse luego. Se pellizcó la nariz y se largó.
Noté un tirón cuando Jenks aterrizó en mi pendiente. Francis se marchaba apresurado por el pasillo con la cabeza inclinada en un ángulo extra?o. El borde de su chaqueta de sport se balanceaba con sus andares forzados y no pude evitar reírme cuando Jenks tarareó la sintonía de Corrupción en Miami.
—Menudo pánfilo —dijo el pixie cuando me volví hacia la mesa.
Volví a concentrarme en mis cosas y metí la maceta de laurel en mi caja. Me dolía la cabeza y quería irme a casa a echarme una siesta. Un último vistazo a mi mesa. Recogí las zapatillas y las eché a la caja. Puse los libros de Joyce en su silla con una nota que decía que la llamaría luego. Con que se iba a quedar con mi ordenador… pensé abriendo una ventana. En tres clics había logrado que fuese imposible cambiar el salvapantallas sin cargarse todo el sistema.
—Me voy a casa, Jenks —le susurré, mirando el reloj de la pared. Llevaba en la oficina solo media hora. Parecía que habían sido siglos. Eché un último vistazo alrededor de la oficina para ver únicamente cabezas gachas y espaldas. Era como si yo ya no existiese.
—?Quién los necesita? —me dije para mí misma. Cogí mi chaqueta del respaldo de la silla y rebusqué mi cheque.
—?Ay! —grité. Jenks me había pellizcado la oreja—. ?Jolines, Jenks! ?Estáte quieto!