Cuando las aguas volvieron a su cauce y el virus fue erradicado, el número de nuestras diversas especies casi igualaba al de humanos. Fue una oportunidad que supimos aprovechar. La Revelación, como se vino a denominar, comenzó a mediodía con un único pixie. Terminó a medianoche con la humanidad acurrucándose bajo las mesas, intentando hacerse a la idea de que habían estado viviendo junto a brujas, vampiros y hombres lobo desde antes de la época de las pirámides.
La primera reacción visceral de los humanos de erradicarnos de la faz de la tierra se disolvió bastante rápido cuando les hicimos ver que gracias a nosotros la estructura de su civilización seguía en pie y funcionando mientras el mundo se desmoronaba. De no ser por nosotros, las muertes habrían sido mucho más numerosas.
Pero aun así, los primeros a?os tras la Revelación fueron una locura. Por miedo a arremeter contra nosotros, los humanos prohibieron toda investigación médica, considerándola el origen de todos sus males. Los biolaboratorios fueron arrasados y los bioingenieros que escaparon a la plaga se enfrentaron a juicios y murieron en lo que se podrían llamar asesinatos legalizados. Hubo una segunda oleada menos visible de muertes cuando se destruyó la fuente de nuevas medicinas junto con la biotecnología.
Fue solo cuestión de tiempo antes de que la humanidad insistiese en crear una institución puramente humana para controlar la actividad del inframundo. Nació así la Agencia Federal para el Inframundo, que disolvió y reemplazó a las fuerzas del orden público locales en todo EE. UU. Los agentes de policía y federales inframundanos que se habían quedado sin trabajo fundaron su propia fuerza policial, la SI. La rivalidad entre ambos cuerpos sigue vigente hoy en día, lo que ayuda a mantener atados en corto a los inframundanos más agresivos.
Había cuatro plantas en la sede central de la AFI de Cincinnati, dedicada a encontrar los biolaboratorios ilegales que aún quedaban y en los que por un módico precio se podía conseguir insulina o algo para evitar la leucemia. La AFI, controlada por los humanos, está tan obsesionada con encontrar tecnología prohibida como lo está la SI con limpiar las calles del azufre psicotrópico.
Y todo empezó cuando Rosalínd Franklin notó que habían movido su lápiz y que había alguien donde no debía estar, pensaba mientras me rascaba mi dolorida cabeza. Las peque?as pistas, los peque?os indicios; eso es lo que hace girar al mundo. Eso era lo que me hacía una cazarrecompensas tan buena. Devolviéndole la sonrisa a Rosalind borré las huellas que había dejado en la foto y la puse en mi caja.
Oí un estallido de risas nerviosas detrás de mí y abrí de un golpe el siguiente cajón. Rebusqué entre las notas adhesivas sucias y los clips. Mi cepillo para el pelo estaba justo ahí, donde siempre lo dejaba. Un nudo de preocupación se me deshizo al echarlo a la caja. El pelo podía usarse para hacer hechizos personalizados. Si Denon pensara acabar conmigo, se lo habría llevado.
Mis dedos tropezaron con la pesada suavidad del reloj de bolsillo de mi padre. Del resto nada más era mío, así que cerré de un golpe el cajón, y me incorporé de un salto al notar la cabeza a punto de explotar. Las manecillas del reloj estaban paradas a las doce menos siete minutos. Mi padre solía decirme para fastidiarme que se había parado la noche que fui concebida. Me senté hundida en la silla y me metí el reloj en el bolsillo. Casi podía ver a mi padre de pie en la puerta de la cocina, mirando su reloj de bolsillo y el de encima del fregadero, con una sonrisa curvando sus labios en su alargado rostro mientras pensaba dónde se habrían metido los momentos perdidos.
Coloqué al se?or Pez (un pez beta en su pecera que me regalaron en la fiesta de Navidad de la oficina del a?o pasado) en mi cuenco de disoluciones con la esperanza de que evitase que tanto el agua como el pez se derramasen. Luego eché el bote de comida para peces. El ruido de un golpe amortiguado al otro lado de la oficina captó mi atención más allá de las separaciones y tras la puerta cerrada de Denon.
—No vas a salir ni un metro más allá de esa puerta, Tamwood —se le oyó gritar a lo lejos, silenciando el murmullo de las conversaciones.
Al parecer Ivy acababa de entregar su dimisión.
—Firmaste un contrato, trabajas para mí y no al revés. Si te vas… —Se escuchó un repiqueteo tras la puerta cerrada—. ?Hostias! —se oyó más bajito—. ?Cuánto hay ahí?
—Lo suficiente para liquidar mi contrato —dijo Ivy con tono frío—. Lo suficiente para ti y para los estirados del sótano. ?Hay trato?
—Sí —dijo Denon con una exclamación avariciosa—. Claro que sí, estás despedida.
Notaba como si tuviese la cabeza rellena de algodón, así que la hundí en mis manos. ?Ivy tenía dinero?, ?por qué no me había dicho nada anoche?
—Que te den, Denon —soltó Ivy con voz clara en el silencio absoluto de la oficina—. Me voy yo, tú no me echas. Tendrás mi dinero, pero no puedes comprar mi clase. Eres de segunda y ni todo el dinero del mundo puede remediarlo. Aunque tuviera que vivir en cloacas llenas de ratas, seguiría siendo mejor que tú y te mata la idea de que ya no puedes darme más órdenes.