—Seque tú sí firmaste un contrato. Te adoran. Si alguien debe preocuparse de las amenazas de muerte esa eres tú y no yo. ?Por qué ibas a arriesgarlo todo? ?Por qué deseo valdría la pena?
La cara de Ivy se quedó sin expresión. Una sombra negra cruzó sus ojos.
—Creo que no tengo que explicártelo —dijo finalmente.
—No soy idiota —dije intentando ocultar mi desasosiego—. ?Cómo sé que no vas a volver a ser practicante de nuevo?
Sintiéndose obviamente insultada, Ivy me miró fijamente hasta que bajé la mirada, helada hasta los huesos.
Definitivamente esto no está siendo una buena idea, pensé.
—No soy practicante —dijo—. Ni ahora ni nunca más.
Puse la mano en la mesa al darme cuenta que jugueteaba nerviosamente con mi pelo húmedo. Sus palabras me tranquilizaban solo a medias. Su vaso estaba por la mitad y solo recordaba haberla visto dar un sorbo.
—Entonces, ?socias? —dijo Ivy ofreciéndome su mano abierta.
?Socia con Ivy?, ?y con Jenks? Ivy era la mejor cazarrecompensas que tenía la SI. Era mucho más que un cumplido que quisiese trabajar conmigo de forma continuada, aunque también un poco preocupante. Claro que tampoco tenía que vivir con ella. Lentamente alargué la mano para estrechar la suya. Mis u?as de perfecta manicura roja resaltaban junto a las suyas sin pintar. Había gastado todos mis deseos, aunque pensándolo bien, probablemente yo los habría malgastado.
—Socias —dije temblando por la frialdad de la mano de Ivy.
—?De acuerdo! —cacareó Jenks, revoloteando hasta aterrizar sobre nuestro apretón de manos. El polvillo que aún soltaba pareció templar el tacto de la mano de Ivy—. ?Socios!
Capítulo 3
—?Dios mío! —gemí en voz baja—. No permitas que vomite aquí por favor. —Cerré los ojos un momento esperando que la luz no me molestase tanto al abrirlos de nuevo. Estaba en mi cubículo en la planta veinticinco de la torre de la SI. El sol de la tarde entraba por las ventanas pero a mí nunca me llegaba. Mi mesa estaba en el centro del laberinto de separaciones. Alguien había traído dónut y el olor del glaseado me revolvió el estómago. Lo único que deseaba era irme a casa y dormir.
Abrí el cajón superior de mi mesa buscando un amuleto contra el dolor. Se me escapó un gru?ido al comprobar que los había gastado todos. Golpeé con la frente el borde metálico de la mesa y me quedé así, mirando a través de la mara?a de pelo rizado rojo, más abajo del dobladillo de los pantalones, a mis botines. Me había vestido de forma más conservadora que habitualmente por deferencia a mi marcha: una camisa roja metida por dentro de unos pantalones rectos. No más cuero ajustado en una temporada.
La noche pasada había sido un tremendo error. Había bebido más de la cuenta, tanto como para darles oficialmente mis dos deseos restantes a Ivy y a Jenks. Ya contaba con esos dos deseos. Cualquiera que sepa algo de deseos sabe que no puedes pedir tener más deseos. Lo mismo pasa con la riqueza. El dinero no aparece sin más. Tiene que provenir de algún sitio y a menos que desees que no teran, siempre te acaban pillando por robo.
Los deseos son algo peliagudo. Por eso la mayoría de inframundanos habían hecho presión para que fuesen solo tres cada vez. Pensándolo en retrospectiva, no lo había hecho tan mal. Al desear que no me pillasen por dejar escapar a la leprechaun me había garantizado abandonar la SI con un expediente limpio. Si Ivy tenía razón y me liquidaban por romper mi contrato, tendrían que hacer que pareciese un accidente. Pero ?para qué iban a molestarse?
Las amenazas de muerte resultaban caras y en el fondo deseaban que me largase.
Ivy tenía un vale para pedir su deseo más tarde. Parecía una moneda antigua, con un agujero en el centro por el que había pasado un cordón morado, y se la había colgado al cuello. En cambio Jenks pidió su deseo allí mismo en el bar, y salió luego disparado para contarle la buena noticia a su mujer. Debí marcharme cuando lo hizo Jenks, pero Ivy parecía no tener ganas de irse. Hacía mucho tiempo que no salía a divertirme con amigas y pensé que quizá encontraría en el fondo de una copa el valor para decirle a mi jefe que me marchaba. Pero no fue así.
A los cinco segundos de empezar mi ensayado discurso, Denon abrió un sobre de estraza, sacó mi contrato y lo rompió en dos. Luego me dijo que debía estar fuera del edificio en media hora. Mi placa y las esposas de la SI estaban sobre su mesa, los amuletos que las decoraban estaban en mi bolsillo.