Bruja mala nunca muere

Mis siete a?os en la SI me habían dejado un desordenado montón de morralla y memorandos anticuados. Con dedos temblorosos recogí un jarrón barato de gruesas paredes que no había visto una flor en meses. Fue a parar a la basura, igual que el cretino que me lo regaló. Metí en una caja el cuenco de disoluciones. La pieza de cerámica azul incrustada de sal ara?ó el cartón. Se había quedado reseco la semana anterior y el reborde de sal dejado por la evaporación acumulaba ya polvo.

 

Un palo de madera de secuoya, le hizo compa?ía. Era demasiado grueso para servir de varita, aunque tampoco era suficientemente bueno como para molestarse de todas formas. Lo había comprado para hacer una serie de amuletos para detectar mentiras, pero nunca encontré el momento. Era más fácil comprarlos hechos. Estirándome un poco alcancé mi agenda de teléfonos de contactos antiguos. La escondí junto al cuenco de disoluciones, tapándola con mi reproductor de música y los auriculares.

 

Los libros de referencia eran para devolvérselos a Joyce al otro lado del pasillo, pero el contenedor de sal que los sujetaba había sido de mi padre. Lo metí en la caja, preguntándome qué pensaría mi padre de mi renuncia. Estaría como unas pascuas, murmuré apretando los dientes por la resaca.

 

Levanté la vista y miré por encima de las feas separaciones amarillas. Fruncí el ce?o al comprobar que mis colegas evitaban mirarme. Estaban agrupados de pie cuchicheando, haciendo ver que estaban ocupados. Sus murmullos me irritaban. Tomando aire alcancé la foto en blanco y negro de Watson, Crick y la mujer responsable de todo, Rosalind Franklin. Estaban posando delante de su modelo del adn, y la sonrisa de Rosalind tenía el mismo misterio que la de la Mona Lisa. Se podría pensar que ella ya sabía lo que pasaría. Me pregunto si fue una inframundana. Mucha gente lo pensaba. Tenía la foto para recordarme a mí misma que el mundo giraba gracias a los detalles que la mayoría no veían.

 

Hacía casi cuarenta a?os desde que un cuarto de la humanidad había muerto por culpa de la mutación de un virus, el T4 ángel y a pesar de lo que las teorías evangelistas proclamaban en la tele, no había sido culpa nuestra. Todo había empezado —y terminado— por la ancestral paranoia humana.

 

En los a?os cincuenta, Watson, Crick y Franklin unieron sus mentes para resolver el misterio del adn en seis meses. La cosa pudo haberse quedado ahí, pero entonces los soviéticos robaron la información. Espoleados por el miedo a una guerra, se invirtió mucho dinero para desarrollar el descubrimiento. En los sesenta ya habían logrado que una bacteria produjese insulina. Lo siguiente fue toda una panoplia de medicamentos creados mediante ingeniería biológica, que invadieron además el mercado con armas de bioingeniería procedentes de la cara más oscura de los EE. UU.

 

Nunca llegamos a pisar la luna. Usamos la ciencia para matarnos a nosotros mismos en lugar de para avanzar. Y entonces, hacia el final de la década, alguien cometió un error. El debate sigue siendo si fueron los americanos o los rusos. En algún lugar de los fríos laboratorios del ártico se escapó una cadena letal de adn. Dejó un modesto rastro de muerte hasta Río de Janeiro, donde fue identificado y solucionado. La mayoría de la opinión pública siguió viviendo ignorante e inconsciente. Pero mientras los científicos escribían sus conclusiones en sus informes para el laboratorio y los archivaban, el virus mutó.

 

Se unió a un tomate creado por ingeniería genética a través de un enlace débil en su adn modificado y que los investigadores consideraron demasiado minúsculo como para preocuparse por él. El tomate era conocido oficialmente como T4 ángel (la identificación del laboratorio) y de ahí provenía el nombre del virus.

 

Ajenos al hecho de que el virus usaba el tomate ángel como huésped intermediario, este fue transportado en avión. Dieciséis horas después ya era demasiado tarde. Los países del tercer mundo fueron diezmados en unas terroríficas tres semanas y EE. UU. en cuatro. Las fronteras se militarizaron y se implantó la política de estado del ?Lo siento, no podemos ayudarte?. Los EE. UU. se vieron muy afectados y mucha gente murió, pero no fue nada comparado con la masacre que se vivió en el resto del mundo.

 

Pero la principal razón por la cual la civilización subsistió fue porque la mayoría de las especies de inframundanos eran resistentes al virus ángel. Las brujas, los no muertos y las peque?as criaturas como los troles, pixies y hadas eran totalmente inmunes. Los hombres lobo, los vampiros vivos y los leprechaun pillaron una gripe. Los elfos sin embargo desaparecieron casi por completo. Se cree que la práctica de entrecruzarse con los humanos para aumentar en número se volvió contra ellos, haciéndolos susceptibles al virus ángel.