Bruja mala nunca muere

—Bonito sitio —dijo con sarcasmo mientras esperaba a que hubiese un hueco en el tráfico para cruzar hasta mi edificio. Le di la razón en silencio. Vivía en una zona residencial de Cincinnati que hacía veinte a?os había sido un buen barrio. El edificio de cuatro plantas tenía la fachada de ladrillo y originariamente fue construido para universitarios de clase alta. Hacía a?os que sus tiempos de fiestas pasaron y ahora se reducía a esto.

 

Los buzones negros en la entrada estaban estropeados y desconchados, algunos habían sido evidentemente forzados. Mi correo lo guardaba la casera. Sospechaba que era ella la que forzaba los buzones para curiosear el correo de sus inquilinos a sus anchas. Había un estrecho trocito de césped y dos desangelados arbustos a cada lado de la escalera. El a?o pasado planté las semillas de aquilea que venían con la revista Hechizos, pero el se?or Dinky, el chihuahua de la casera, las había desenterrado escarbando por todo el jardín. Había dejado hoyos por todas partes, dándole el aspecto de un campo de batallas en miniatura.

 

—Y yo que creía que mi casa era cutre —susurró Jenks al verme esquivar un escalón con la madera podrida.

 

Mis llaves tintinearon al abrir la puerta mientras hacía equilibrios con la caja sobre una sola mano. Una vocecita en mi cabeza me había estado repitiendo lo mismo durante a?os. El olor a fritanga me golpeó en la cara al entrar en el vestíbulo y tuve que arrugar la nariz. La moqueta verde para exterior e interior subía por la escalera, raída y deshilachada. La se?ora Baker había vuelto a desenroscar la bombilla de las escaleras otra vez, pero afortunada mente el sol que se colaba por la ventana del descansillo y se reflejaba en el papel pintado con rosas de la pared era suficiente para orientarme.

 

—Mira —dijo Jenks cuando subíamos—, esa mancha del techo tiene la forma de una pizza.

 

Miré hacia arriba. Tenía razón. La verdad es que no la había visto antes.

 

—?Y ese agujero de la pared? —dijo al llegar a la primera planta—. Tiene justo el tama?o de la cabeza de alguien. Tío, si las paredes hablasen…

 

Descubrí que aún era capaz de sonreír. Espera a que entres en mi apartamento. Había una marca en el suelo del salón donde alguien había carbonizado la chimenea. Se me heló la sonrisa cuando llegamos a la segunda planta. Todas mis cosas estaban en el pasillo.

 

—?Pero qué co?o pasa? —mascullé. Consternada dejé la caja en el suelo y grité hacia la puerta de la se?ora Talbu—: ?Ya he pagado el alquiler!

 

—Oye, Rachel —dijo Jenks desde el techo—, ?dónde está tu gato?

 

Cada vez más furiosa, me quedé mirando mis muebles. Parecían abultar más allí revueltos en el pasillo sobre la horrible moqueta sintética.

 

—?Dónde co?o se ha metido?

 

—?Rachel! —gritó Jenks—. ?Dónde está tu gato?

 

—Yo no tengo gato —le solté. Estaba muy pesadito.

 

—Creía que todas las brujas tenían gato.

 

Con los labios apretados caminé hasta el fondo del pasillo.

 

—El se?or Dinky estornuda con los gatos.

 

Jenks voló hasta mi oreja.

 

—?Quién es el se?or Dinky?

 

—él —contesté se?alando a la enorme foto enmarcada de un chihuahua blanco que colgaba frente a la puerta de mi casera. El feo chucho de ojos saltones llevaba uno de esos lacitos que los padres les ponen a sus bebés para que se sepa que son ni?as. Aporreé la puerta.

 

—?Se?ora Talbu! ?Se?ora Talbu?

 

Se oyeron los ahogados ladridos del se?or Dinky y los ara?azos de sus u?as contra la puerta, seguidos por los chillidos de la casera intentando que el perro se callase. El se?or Dinky redobló sus esfuerzos, escarbando en el suelo para salir.

 

—?Se?ora Talbu! —volví a gritar—. ?Por qué están mis cosas en el pasillo?

 

—Se ha debido de correr la voz, guapetona —dijo Jenks desde el techo—. Eres una manzana podrida.

 

—?Te he dicho que no me llames así! —le espeté golpeando la puerta.

 

Oí un portazo en el interior y los ladridos del se?or Dinky sonaron más lejos y más frenéticos.

 

—Vete —dijo una débil y aguda voz—. Ya no puedes seguir viviendo aquí.

 

Me dolía la mano y me la masajeé.

 

—?Cree que ya no voy a poder pagar mi alquiler? —dije, sin importarme que toda la planta me oyese—. Tengo dinero, se?ora Talbu. No puede echarme. Tengo el alquiler del mes que viene aquí mismo. —Saqué el cheque mojado y lo agité frente a la puerta.

 

—He cambiado la cerradura —dijo la se?ora Talbu con voz temblorosa—. Vete antes de que acaben contigo.

 

Me quedé mirando a la puerta, boquiabierta. ?Cómo se había enterado de la amenaza de la SI? Y lo de la voz de anciana era puro teatro. Bien que chillaba a través de la pared cuando consideraba que yo tenía la música demasiado alta.

 

—No puede desahuciarme —dije desesperada—. Tengo derechos.

 

—Las brujas muertas no tienen derechos —dijo Jenks desde la lámpara.

 

—?Maldita sea, se?ora Talbu! —le grité a la puerta—. ?Todavía no estoy muerta!