Las casas eran modestas, pintadas de blanco, amarillo y ocasionalmente de rosa. No había mansiones encantadas, excepto el castillo Loveland en octubre, cuando lo conviertían en la más terrorífica mansión encantada a ambas orillas del río. Había columpios, piscinas inflables, bicicletas en el jardín y coches aparcados en la acera. Había que fijarse mucho para darse cuenta de que las flores eran antimaldiciones y que las ventanas de los sótanos estaban tapiadas. La realidad más salvaje y peligrosa florecía únicamente en las profundidades de la ciudad, donde se reunía la gente para dar rienda suelta a sus emociones: parques de atracciones, clubes nocturnos, bares, iglesias… nunca en nuestros propios hogares.
Y era una zona tranquila, incluso de noche, cuando todos sus moradores están despiertos. Los humanos siempre destacaban la tranquilidad en primer lugar. Era lo que les ponía nerviosos y disparaba sus instintos.
Yo, sin embargo, notaba cómo desaparecía mi tensión mirando por la ventana y contando las persianas negras completamente opacas. La tranquilidad del barrio parecía infiltrarse en el autobús. Hasta los pocos viajeros que aún llevaba estaban más relajados. Había algo en el ambiente de los Hollows que recordaba al hogar.
Mi pelo se movió hacia delante cuando el autobús paró de golpe. Con los nervios de punta, di un respingo cuando el hombre de detrás me golpeó en el hombro al salir de su asiento. Con un repiqueteo de sus botas bajó corriendo los escalones y salió a la calle. El chófer me dijo que mi parada era la siguiente y me puse en pie mientras el buen hombre giraba lentamente en una calle lateral para dejarme en la acera. Bajé en una zona umbría y me quedé allí de pie, abrazando mi caja e intentando no respirar los humos del tubo de escape del autobús, que pronto desapareció por una esquina, llevándose su ruido y los últimos vestigios de humanidad consigo.
Poco a poco se fue haciendo el silencio. El sonido de los pájaros se hizo entonces audible. En algún lugar cercano había ni?os hablando, no, ni?os chillando, y un perro ladraba. Las aceras estaban decoradas con runas hechas con tizas multicolores y una mu?eca olvidada con colmillos dibujados en la boca me miraba con los ojos en blanco. Había una peque?a iglesia de piedra al otro lado de la calle cuyo campanario se elevaba por encima de los árboles.
Me di la vuelta para contemplar lo que Ivy había alquilado para nosotros: una casa de una planta que podía convertirse fácilmente en una oficina. El tejado parecía nuevo, pero la chimenea parecía estar desmoronándose. Tenía césped delante y parecía que lo habían cortado la semana pasada. Incluso tenía un garaje con la puerta abierta que dejaba entrever un cortacésped oxidado.
Nos serviría, pensé abriendo la puerta en la verja metálica que cerraba el jardín. Había un anciano negro sentado en el porche, meciéndose mientras veía pasar la tarde. ?Será el casero?, pensé sonriéndole. Me preguntaba si sería un vampiro, puesto que llevaba gafas oscuras cuando apenas quedaba ya sol. Tenía un aspecto desali?ado a pesar de ir bien afeitado. Empezaban a salirle canas en las sienes de su rizada cabellera. Tenía barro en los zapatos y también en las rodillas de sus vaqueros azules. Parecía cansado y debilitado, descartado como un viejo caballo de labranza que aún deseaba seguir siendo útil otra temporada más.
Cuando me acercaba por el camino, apoyó su vaso largo de cristal en la barandilla del porche.
—No lo quiero —dijo quitándose las gafas y guardándolas en el bolsillo de la camisa. Su voz era áspera.
Titubeé un momento y me quedé mirándolo desde el pie de la escalera.
—?Cómo dice?
Tosió aclarándose la garganta.
—Sea lo que sea lo que me quieras vender de esa caja no lo quiero. Ya tengo suficientes velas para conjuros, caramelos y revistas y no tengo dinero para un nuevo porche, un purificador de agua o un solarium.
—Yo no vendo nada —le dije—, soy la nueva inquilina.
Se incorporó en su asiento, lo que le daba un aspecto aun más desali?ado.
—?Inquilina? Ah, debe de ser enfrente.
Confundida, me cambié la caja a la otra cadera.
—?No es aquí el 1597 de la calle Oakstaff?
—Es en el otro lado de la calle —dijo entre risas.
—Siento haberle molestado. —Me di la vuelta para marcharme, subiéndome la caja un poco más.
—Sí —dijo el hombre y me detuve para no parecer mal educada—, los números en esta calle están al revés. Los impares en el lado de los pares. —Sonrió haciendo aparecer más arrugas alrededor de sus ojos—. Pero a mí no me preguntaron cuando pusieron los números. —Extendió la mano—. Soy Keasley —continuó, esperando a que yo subiese la escalera para estrechársela.
Vecinos, pensé levantando la vista mientras subía las escaleras. Lo mejor era ser amable.
—Rachel Morgan —dije sacudiéndole el brazo una vez. El sonrió ampliamente, dándome paternalistas palmaditas en el hombro. La fuerza de su mano me sorprendió, casi tanto como el aroma a secuoya que despedía. Era un brujo, o al menos un hechicero. No me sentía cómoda con estas demostraciones de familiaridad, así que di un paso atrás y me soltó. Hacía más fresco bajo el porche y el techo bajo me hacía parecer más alta.
—?Eres amiga de la vampiresa? —dijo, haciendo un gesto con la barbilla hacia el otro lado de la calle.
—?Quién, Ivy? Sí.
Asintió lentamente, como si fuese algo importante.
—?Las dos lo dejasteis a la vez?
—Las noticias vuelan —dije algo extra?ada.
Soltó una carcajada.
—Sí, y las de ese tipo más —dijo.