Me abrí paso con dificultad y me lancé a una trabajosa carrera por las aguas poco profundas. El agua me haría avanzar más lentamente, pero también a los perros. Sería solo cuestión de tiempo hasta que Trent decidiera dividir la manada para buscarme por ambas orillas. No iba a salir con vida de allí.
El ladrido de los perros cesó. Salí a la orilla presa del pánico. Habían perdido el rastro. Estaban justo detrás de mí. En mi mente surgieron imágenes de los perros despedazándome y apenas podía mover las piernas. Trent se pintaría la frente con mi sangre.
Jonathan guardaría un rizo de mi pelo en su mesita de noche. Tenía que haberle dicho a Trent que no fui yo quien envió a aquel demonio. ?Me habría creído? Ahora no lo haría. El sonido de una moto me hizo gritar.
—?Ivy! —gru?í levantando un brazo para apoyarme en un árbol. La carretera estaba justo allí delante. Debía de haber salido antes de llamarla—. Jenks, no dejes que pase de largo —dije entre bocanadas de aire—. Te sigo de cerca.
—?Entendido! —Y ya se había ido.
Di unos pasos tambaleantes. Los perros aullaban buscándome. Podía oír voces e instrucciones. Eso me impulsó a volver a correr. Un perro ladró alto y claro. Otro le contestó. La adrenalina empezó a bombear con fuerza. Unas ramas me golpearon en la cara y caí en la carretera. Sentí un escozor en las palmas de las manos despellejadas. Me faltaba el aliento para poder gritar. Hice un esfuerzo y me puse de rodillas. Temblorosa, miré a lo lejos en la carretera. Una luz blanca me ba?ó. El rugido de una moto sonó como una bendición angelical. Ivy. Tenía que ser ella. Debía de haber salido antes de que yo rompiese el amuleto. Me levanté de lado con mis pulmones llenándose trabajosamente. Los perros se acercaban. Oía los cascos de los caballos. Inicié una carrera tambaleante hacia la luz que se aproximaba. Se acercó a toda prisa con un estruendo, deslizándose hasta detenerse junto a mí.
—?Sube! —gritó Ivy.
Casi no podía levantar la pierna. Tiró de mí para subirme detrás de ella. El motor rugió. Me agarré a su cintura para no caer de nuevo entre las hojas secas. Jenks se enterró en mi pelo aunque casi no notaba sus tirones. La moto dio un bandazo, giró y saltó hacia delante.
El pelo de Ivy flotaba tras ella aguijoneándome en la cara.
—?Lo tienes? —gritó por encima del viento.
No pude responder. Mi cuerpo temblaba por el maltrato recibido. La adrenalina se había agotado y lo iba a pagar con creces. La carretera zumbaba bajo nosotras. El viento se llevaba mi calor y hacía que mi sudor se enfriase. Reprimiendo las náuseas, palpé con los dedos entumecidos la reconfortante forma del disco en el bolsillo delantero. Le di una palmadita en el hombro a Ivy, incapaz de usar el aliento más que para respirar.
—?Bien! —gritó por encima del viento.
Exhausta, apoyé la cabeza en la espalda de Ivy. Ma?ana me quedaría en la cama y temblaría hasta que llegase el periódico de la tarde. Ma?ana me dolería todo y sería incapaz de moverme. Ma?ana me pondría vendas en las heridas de las ramas y espinas. Esta noche… prefería no pensar en esta noche.
Me estremecí. Ivy lo notó y volvió la cabeza.
—?Estás bien? —gritó.
—Sí —dije en su oído para que me oyese—, sí, estoy bien. Gracias por venir a buscarme.
Me saqué su pelo de la boca y volví la vista atrás. Me quedé mirando absorta. Había tres jinetes parados en el borde de la carretera iluminada por la luna. Los perros daban vueltas entre las patas de los caballos que brincaban nerviosos con los cuellos arqueados. Me había librado por los pelos. Helada hasta lo más profundo de mi alma observé que el jinete de en medio se llevaba la mano a la frente a modo de saludo. De pronto lo comprendí. Lo había vencido. él lo sabía, lo aceptaba y tenía la nobleza de admitirlo. ?Cómo no sentirme impresionada por alguien tan seguro de sí mismo?
—?Qué demonios es? —susurré.
—No lo sé —dijo Jenks desde mi hombro—, la verdad es que no lo sé.
Capítulo 34
El jazz de medianoche iba muy bien con los grillos, pensé a?adiendo unos trocitos de tomate a la ensalada. Dubitativa, me quedé mirando las masas rojas sobre las hojas verdes. Miré por la ventana a Nick, que estaba frente a la barbacoa, y las retiré, removiendo de nuevo la ensalada para ocultar los restos que pudiera haberme dejado. Nick no se daría cuenta. Tampoco iba a matarle.