Bruja mala nunca muere

—?Se?orita Morgan? —me preguntó bajito—. ?Qué idea acaba de cruzarse por esa cabecita suya?

 

Sacudí la cabeza, me humedecí los labios y di un paso atrás. Si pensaba que trabajaba con magia negra me dejaría en paz y mientras tuviese una prueba de su culpabilidad, no se arriesgaría a matarme.

 

—No me pongas entre la espada y la pared —le amenacé— y no volveré a molestarte.

 

La expresión inquisitiva de Trent se tornó más dura.

 

—Salga de aquí —dijo apartándose del porche con un movimiento grácil. Moviéndonos como una sola persona intercambiamos posiciones—. Le concedo una generosa ventaja —dijo acercándose a su escritorio y cerrando de golpe el maletín. Su voz era profunda, tan rica y perdurable como el olor de las hojas de arce en descomposición—. Tardaré unos diez minutos en llegar hasta mi caballo.

 

—?Cómo? —pregunté confusa.

 

—No he perseguido presas de dos piernas desde que murió mi padre. —Trent se ajustó su chaqueta verde de cazador con un movimiento enérgico—. Hay luna llena, se?orita Morgan —dijo con un tono cargado de intención—. Los perros están sueltos, es una ladrona. La tradición dice que debe correr… rápido.

 

El corazón me latió con fuerza y me quedé helada. Tenía lo que había venido a buscar, pero no me serviría de nada si no lograba escapar. Había cincuenta kilómetros de bosque desde aquí hasta la ayuda más cercana. ?A qué velocidad corría un caballo? ?Cuánto podría recorrer antes de caer? Quizá debiera decirle que yo no había enviado al demonio.

 

El sonido distante de un cuerno se elevó en la oscuridad. Unos aullidos le respondieron. El miedo se apoderó de mí tan doloroso como un cuchillo. Era un miedo antiguo y arcaico, tan cerval que no podía apaciguarse con enga?os autoinducidos. Ni siquiera sabía de dónde procedía.

 

—Jenks —susurré—, larguémonos.

 

—Voy detrás de ti, Rachel —dijo desde el techo.

 

Di tres pasos a la carrera y salí de un salto del porche de Trent. Aterricé rodando en los heléehos. Oí un disparo. Las hojas junto a mi mano saltaron en pedazos. Lanzándome a la espesura de la vegetación salí corriendo a toda prisa. ?Cabrón!, pensé. Casi me fallaban las rodillas. ?Qué había pasado con mis diez minutos de ventaja? Seguí corriendo, busqué el vial de agua salada y eché una gota sobre el amuleto. Parpadeó y se apagó. El de Ivy se encendería y permanecería rojo. La carretera estaba a un kilómetro. La verja de entrada a cuatro, la ciudad a cincuenta. ?Cuánto tardaría Ivy en llegar?

 

—?A qué velocidad puedes volar, Jenks? —jadeé entre dos zancadas.

 

—Bastante rápido, Rachel.

 

Corrí por el sendero hasta llegar al muro del jardín. Un perro aulló cuando empecé a escalarlo. Otro le contestó. Mierda.

 

Respirando al compás de las zancadas corrí por el césped recortado hacia el fantasmagórico bosque. Oí a los perros tras de mí. El muro les planteó un problema. Tendrían que rodearlo. Quizá lo lograse. Jadeé cuando mis piernas empezaron a protestar.

 

—?Cuánto tiempo llevo corriendo?

 

—Cinco minutos.

 

Qué Dios me ayude, rogué en silencio notando que me empezaban a doler las piernas. Parecía el doble.

 

Jenks me adelantó volando y fue dejando caer polvo pixie para indicarme el camino. Los silenciosos pilares de los oscuros árboles aparecían en la oscuridad y se esfumaban. Mis pies golpeaban el suelo rítmicamente. Me dolían los pulmones y el costado. Si sobrevivo a esto prometo correr ocho kilómetros todos los días.

 

Los ladridos de los perros cambiaron. Aunque débiles, sus aullidos sonaban más dulces, auténticos, como una promesa de que pronto estarían conmigo. Espoleada, seguí con ahínco, encontrando la fuerza de voluntad para mantener el ritmo. Corrí forzándome a tirar de mis pesadas piernas arriba y abajo. El pelo se me pegaba a la cara. Las espinas y zarzas rasgaban mis ropas y me ara?aban las manos. Los cuernos y los perros se acercaban. Fijé la vista en Jenks, que seguía volando delante de mí. Un fuego comenzó a quemarme los pulmones, creciendo hasta consumirme todo el pecho. Detenerme significaría la muerte.

 

El riachuelo apareció como un inesperado oasis. Caí al agua y salí boqueando. Respirando aguadamente me aparté el agua de la cara para poder respirar mejor. Los fuertes latidos de mi corazón intentaban superar el sonido ronco de mi respiración. Los árboles permanecían en silencio. Era una presa y todos los ojos del bosque me observaba silenciosamente, aliviados de no ser ellos. Mi respiración sonó ronca ante el sonido de los perros. Estaban más cerca. Resonó el cuerno, llenándome de terror. No sabía cuál de los dos sonidos era peor.

 

—?Levántate, Rachel! —me urgió Jenks, que brillaba como un fuego fatuo—. Sigue la corriente.