Bruja mala nunca muere

Mientras Francis seguía parloteando, me entretuve mirando las mugrientas paredes decoradas con frases ?o?as acerca de entornos de trabajo felices y de cómo demandar a la empresa. Un microondas y un maltrecho frigorífico ocupaban una de las paredes, un mostrador manchado de café otra. Observé la decrépita máquina expendedora de chocolatinas y sentí hambre de nuevo. Nick y Jenks estaban en un rincón, ambos intentando no molestar.

 

La pesada puerta de la sala de descanso se abrió y me giré para ver entrar a un agente de la AFI y a una mujer joven con un provocativo vestido rojo. Llevaba una identificación de la AFI colgada del cuello y el sombrero amarillo de la AFI sobre su peinado de peluquería parecía un accesorio barato. Supuse que eran Gerry y Briston, los que estaban en el centro comercial.

 

—Perfume —masculló con desdén la mujer arrugando la nariz.

 

Resoplé. Me hubiese encantado poder explicárselo, pero probablemente hubiera sido peor el remedio que la enfermedad.

 

Los cuchicheos de los agentes de la AFI habían disminuido drásticamente desde que me había quitado el disfraz de anciana y me había convertido en una magullada joven de veintitantos, con el pelo rojo rizado y las curvas bien puestas. Me sentía como una alubia dentro de unas maracas y con el cabestrillo, el ojo morado y la manta envolviéndome, probablemente parecía un refugiado de una catástrofe.

 

—?Rachel! —gritó Francis apremiante, captando mi atención de nuevo. Su cara triangular estaba pálida y su pelo oscuro, grasiento—. Necesito protección. Yo no soy como tú. Kalamack me va a matar. ?Haré lo que me pidáis! Tú quieres a Kalamack, yo quiero protección. Se suponía que yo solo me iba a encargar del azufre. No es culpa mía. Rachel, tienes que creerme.

 

—Sí.

 

Agotada más allá de lo imaginable, respiré hondo y miré el reloj. Eran solo las doce pasadas, pero parecía que fuese casi el alba. Edden sonrió. Arrastró su silla y se levantó.

 

—Abrámoslas, se?ores.

 

Dos agentes de la AFI dieron un paso al frente, ansiosos. Apreté el amuleto que tenía en el regazo y me incliné, ansiosa por ver mejor. La continuidad de mi existencia dependía de esas cajas. El sonido de la cinta al rasgarse sonó fuerte. Francis se pasó la mano por la boca observando con una mezcla de fascinación morbosa y miedo.

 

—Madre de Dios —exclamó uno de los agentes apartándose de la mesa al abrir la caja—. Son tomates.

 

?Tomates? Me puse en pie gru?endo de dolor. Edden se me adelantó por unos segundos.

 

—?Están dentro de los tomates! —balbuceó Francis—. Los fármacos están dentro. Los esconde ahí para que los perros de aduanas no los huelan. —Pálido bajo su barba de tres días, volvió a remangarse la chaqueta—. Están ahí, ?mirad!

 

—?Tomates? —dijo Edden con cara de asco—. ?Los envía dentro de tomates?

 

Unos tomates rojos perfectos con sus rabitos verdes me contemplaban desde su embalaje de cartón. Impresionada entreabrí los labios. Trent debía de insertar los viales en la fruta verde, de modo que, para cuando maduraba, el fármaco habría quedado oculto dentro de un fruto perfecto que ningún humano se atrevería a tocar.

 

—?Acércate a ver, Nick! —le pidió Jenks, pero Nick no se movió. Su alargada cara estaba blanca como la pared. En el fregadero, los dos agentes que habían abierto las cajas se lavaban enérgicamente las manos.

 

Edden parecía que iba a vomitar, pero alargó la mano y cogió un tomate rojo para examinarlo. No tenía ni una imperfección ni ningún corte en su piel perfecta.

 

—Supongo que tendremos que abrirlo —dijo de mala gana, dejándolo en la mesa y limpiándose la mano en los pantalones.

 

—Ya lo hago yo —me ofrecí voluntaria cuando nadie dijo nada. Alguien deslizó un cuchillo sucio por la mesa. Lo cogí con la mano izquierda y entonces recordé que tenía la otra mano en cabestrillo. Miré a mí alrededor en busca de ayuda. Ninguno de los agentes de la AFI me miró a los ojos. Ninguno estaba dispuesto a tocar el tomate. Frunciendo el ce?o dejé el cuchillo a un lado.

 

—Pues vale —dije con un suspiro. Levanté la mano y la dejé caer con fuerza sobre el tomate. Se aplastó con un chof. Una sustancia roja gelatinosa salpicó la camisa blanca de Edden, cuya cara se puso tan gris como su bigote. Hubo un grito de asco procedente del resto de agentes de la AFI. Alguien incluso tuvo arcadas. El corazón me latía con fuerza al coger el tomate con una mano y estrujarlo. La pulpa y las semillas chorrearon entre mis dedos. Contuve la respiración al notar en la palma de la mano un cilindro del tama?o de mi me?ique. Dejé caer el amasijo de pulpa y sacudí la mano. Se elevaron gritos de consternación al desparramarse la carne roja sobre la mesa. No era más que un tomate, pero cualquiera diría que estaba aplastando un corazón putrefacto por los sonidos que los altos y fuertes agentes de la AFI emitían.

 

—?Aquí está! —dije triunfante extrayendo un vial de aspecto oficial cubierto en pulpa del tomate y levantándolo en el aire. Nunca antes había visto un biofármaco. Creía que habría más cantidad.

 

—Bien, dame —dijo Edden en voz baja, cogiendo la ampolla con una servilleta. La satisfacción por el descubrimiento superaba su repulsión.

 

Un atisbo de miedo apareció en los ojos de Francis, que me miró fijamente apartando la vista de las cajas.