Una ráfaga de aire pasó como un rayo justo por donde había estado mi cabeza hacía un segundo. Levanté la vista sobresaltada. Unas estrellas me nublaban la vista mientras Francis se debatía por escapar. No, pensé al ver una bola azul de fuego estrellarse contra la pared contraria y explotar, estas estrellas son de verdad. El suelo tembló por la fuerza de la explosión. Las mujeres y los ni?os gritaban cayendo contra las paredes.
—?Qué ha sido eso? —tartamudeó Francis. Se retorcía bajo mi peso y durante un instante nos quedamos mirando fascinados cómo la destellante llama azul se convertía en un estallido de luz sobre la fea pared amarilla hasta que se replegó sobre sí misma y desapareció con una peque?a explosión.
Asustada por primera vez, me giré para mirar a mi espalda. Allí de pie junto al pasillo que iba a las oficinas había un hombre bajito, vestido de negro y seguro de sí mismo con una bola roja de siempre jamás entre las manos. Una mujer delgadísima vestida igual que él bloqueaba la entrada principal. El tercer hombre estaba junto a la ventanilla de billetes y era un tipo musculoso del tama?o de un Volkswagen escarabajo. Al parecer, el congreso de brujas de la costa había terminado. Estupendo.
Capítulo 31
Francis comprendió la situación de golpe e inspiró entrecortadamente.
—?Suéltame! ?Te van a matar!
Hundí los dedos con más fuerza en su cuerpo, que no paraba de retorcerse. Apreté los dientes y gru?í de dolor cuando sus esfuerzos por huir acabaron por saltarme los puntos y empecé a sangrar. Rebusqué en mi bolso un amuleto y por el rabillo del ojo vi como el hombre bajito movía los labios y la bola de su mano pasaba del color rojo de siempre jamás a ser azul. Maldita sea, estaba invocando un hechizo.
—?No tengo tiempo para esto! —mascullé enfadada, echándome encima de Francis para detenerlo.
La gente de la estación había salido corriendo. Se refugiaron en los pasillos y algunos sortearon a la mujer para salir al aparcamiento. Cuando los brujos se batían en duelo solo los más rápidos sobrevivían. Inspiré fuertemente por la nariz con un silbido al ver al hombre dejar de mover los labios. Echando el brazo hacia atrás arrojó el hechizo. Con la respiración entrecortada agarré a Francis para levantarlo delante de mí.
—?No! —chilló con la boca y los ojos desencajados por el miedo ante el hechizo que se le venía encima. La fuerza del impacto nos lanzó por los suelos hasta las sillas. El codo de Francis me golpeó en el brazo herido y gru?í de dolor. El grito de Francis se cortó con un espantoso gorjeo.
Lo empujé frenéticamente para quitármelo de encima y el dolor de mi hombro se tornó agónico. Francis se desplomó en el suelo, inconsciente. Me arrastré hacia atrás mirándolo fijamente. Estaba cubierto por una capa azul palpitante. Tenía un fino fragmento de la misma sustancia en mi manga. Se me puso la piel de gallina al ver cómo la bruma azul de siempre jamás se deslizaba por la manga para unirse a la que cubría a Francis, que sufría convulsiones y luego se quedó inmóvil.
Con la respiración agitada, levanté la vista. Los tres asesinos hablaban latín entre ellos y dibujaban figuras invisibles en el aire con sus manos. Sus movimientos eran gráciles y deliberados, casi obscenos.
—?Rachel! —chilló Jenks, tres sillas más allá—, están creando una red. ?Sal de ahí! ?Tienes que irte!
?Irme?, pensé mirando a Francis. La bruma azul había desaparecido, dejando sus brazos y piernas retorcidos en el suelo formando ángulos antinaturales. El pánico se apoderó de mí. Había obligado a Francis a recibir el golpe destinado a mí. Había sido un accidente. No había sido mi intención matarle. El estómago se me encogió y pensé que iba a vomitar. Aparté el miedo de mi mente usando mi rabia para ponerme de rodillas. Me aferré a una silla y me apoyé en ella para levantarme. Me habían obligado a usar a Francis como escudo. Dios mío, había muerto por mi culpa.
—?Por qué me has obligado a hacer eso? —dije lentamente dirigiéndome al hombre bajito. Di un paso hacia delante y el aire comenzó a fluctuar. No podía decir que lo que acababa de hacer estuviese mal, aún seguía viva, pero no hubiera querido hacerlo—. ?Por qué me has obligado a hacer eso? —repetí más alto, notando que aumentaba mi rabia a la vez que sentía una oleada de pinchazos por todo el cuerpo. Era el principio de la red. Me daba igual. Recogí mi bolso en busca de los amuletos que estaban sin invocar.
Los ojos del brujo de líneas luminosas se abrieron sorprendidos cuando llegué hasta él. Con gesto de determinación comenzó a salmodiar más alto. Oía a los otros dos susurrando como un viento cargado de cenizas. Era fácil moverse por el centro de la red, pero conforme me acercaba a los bordes se hacía más difícil. Nos encontrábamos en una bolsa de aire te?ida de azul. Fuera, Nick y Edden se esforzaban por entrar.
—?Me has obligado a hacerlo! —grité.