Bruja mala nunca muere

—?Somos de la AFI! —gritó Edden, incómodo con su cabestrillo y la pistola en la mano izquierda—. Poned las manos detrás de la cabeza y dejad de mover los labios u ?os vuelo en pedazos!

 

El hombre parpadeaba atónito. Miró a la mujer tirada a sus pies. Inspiró y echó a correr.

 

—?No! —grité. Todavía en el suelo volqué el contenido de mi bolso, agarré un amuleto, lo pasé por la sangre de mi cuello y se lo lancé a los pies. La mitad de los amuletos de mi bolso se enredaron en él. Como si fuese una boleadora, los amuletos salieron volando a la altura de las rodillas. Lo alcanzaron y se enredaron en sus piernas como si fuese una vaca. Tropezó y cayó al suelo.

 

El personal de la AFI se arremolinó a su alrededor. Conteniendo la respiración, observé y esperé. El hombre seguía en el suelo. Mi amuleto lo había dejado indefenso y plácidamente dormido. El ruido del personal de la AFI me sacudió. Impulsada por un único propósito, me arrastré hasta Francis, quien permanecía tumbado solo junto a las sillas. Temiéndome lo peor le di la vuelta. Sus ojos miraban fijos al techo. Me quedé pálida. Dios, no.

 

Pero entonces su pecho se movió y una estúpida sonrisa se dibujó en sus labios por lo que fuese que estaba so?ando. Estaba vivo y respiraba, completamente inmerso en un hechizo de línea luminosa. Me invadió una sensación de alivio. No lo había matado.

 

—?Te pillé! —le grité en su estrecha cara de rata—. ?Me oyes, apestoso montón de excrementos de camello? ?Estás arrestado!

 

No lo había matado.

 

Los gastados zapatos marrones de Edden se detuvieron junto a mí. Mi expresión se tensó y me pasé la mano manchada de sangre bajo un ojo. No había matado a Francis. Entornando los ojos levanté la vista por los arrugados pantalones de Edden hasta su cabestrillo. Tenía el sombrero puesto y yo no podía apartar los ojos de las brillantes letras azules que deletreaban ?AFI? sobre el fondo amarillo.

 

Un carraspeo de satisfacción salió de su garganta y su amplia sonrisa le hizo parecerse aun más a un trol. Aturdida parpadeé y noté que mis pulmones se comprimían entre ellos. Me pareció que me costaba una barbaridad llenarlos.

 

—Morgan —dijo el capitán con tono alegre, y extendió su fornida mano para ayudarme a levantarme—, ?está bien?

 

—No —dije con voz ronca. Intenté alcanzar su mano, pero el suelo se inclinó. Nick soltó un grito ahogado de advertencia y me desmayé.

 

 

 

 

 

Capítulo 32

 

 

—?Oídme! —gritó Francis escupiendo saliva al hablar con exaltación—. Os lo diré todo. Quiero hacer un trato. Quiero protección. Se suponía que yo solo me encargaría de los alijos de azufre. Eso es todo. Pero alguien se asustó y el se?or Kalamack quiso cambiar las entregas. Me dijo que las cambiase. ?Eso es todo! Yo no soy un traficante de biofármacos. Por favor, ?tienen que creerme!

 

Edden no dijo nada. Hacía de poli malo silencioso sentado frente a mí. Los papeles de facturación que Francis había firmado descansaban bajo su fornida mano como una acusación tácita. Francis estaba encogido en una silla en la cabecera de la mesa, a dos sillas de distancia de nosotros. Tenía los ojos abiertos de par en par y miraba asustado. Resultaba patético con su camisa chillona y su chaqueta de poliéster remangada, intentando vivir el sue?o que le hubiese gustado que fuera su vida.

 

Con cuidado estiré mi dolorido cuerpo y me fijé en las tres cajas de cartón apiladas inquietantemente en un extremo de la mesa. Mis labios describieron una sonrisa. Escondido sobre mi regazo, tenía un amuleto que le había quitado al cabecilla de los asesinos. Brillaba con un feo color rojo, pero si era lo que yo pensaba, se volvería negro cuando yo muriese o cuando el contrato sobre mi vida hubiese sido pagado. Iba a dormir una semana seguida en cuanto el cabrón se apagase.

 

Edden nos había llevado a Francis y a mí a la sala de descanso de los empleados para evitar otro ataque de algún brujo. Gracias a la furgoneta de las noticias locales todo el mundo en Cincinnati sabía dónde estaba… y era cuestión de tiempo que las hadas empezasen a salir por los conductos. Tenía más fe en la manta de AFI que me envolvía que en los dos agentes de la AFI que estaban allí de pie y que hacían que la alargada sala pareciese atestada.

 

Me arropé con la manta por el cuello, apreciando tanto su limitada protección como su calor. Estaba formada por filamentos de titanio del grosor de la tela de ara?a, garantizando así diluir hechizos potentes y romper los más débiles. Varios agentes de la AFI llevaban monos de trabajo hechos del mismo tejido. Ojalá Edden se olvidase de pedirme que se la devolviera.