—Es la marca de un demonio, Nick, la pu?etera marca del demonio.
Nick replegó su desgarbada figura en una de las sillas de respaldo rígido y apoyó los codos en la mesa hundiendo la cara entre sus manos.
—La demonología es un arte muerto. No esperaba poner mis conocimientos en práctica. Se suponía que era una forma sencilla de completar mi expediente en lenguas antiguas —dijo, con la mirada fija en la mesa.
Levantó la vista y nuestras miradas se cruzaron. Su preocupación, su necesidad de que le escuchase y entendiese reprimieron mi siguiente comentario cáustico.
—Lo siento mucho, muchísimo —dijo—. Si pudiese quedarme con tu marca de demonio, lo haría. Pensaba que te morías. No podía dejar simplemente que te desangrases en el asiento de atrás de un taxi.
Mi rabia se desvanecía. Estaba dispuesto a tener una marca de demonio para salvarme. Nadie lo obligaba. Era tonto. Nick se retiró el pelo de la sien izquierda.
—Mira, ?lo ves? —dijo esperanzado—. Se ha detenido.
Miré su cabeza. Justo donde el demonio le había golpeado había una herida recientemente cerrada, con los bordes rojizos y apariencia dolorosa. El medio círculo tenía una línea que lo atravesaba. Me dio un vuelco el estómago. Una marca de demonio. Maldita sea, iba a tener que llevar una marca de demonio. Las brujas negras de líneas luminosas tenían marcas de demonio, no las brujas blancas terrenales. No yo.
Nick dejó caer su mata de pelo negro.
—Se borrará cuando pague mi favor. No es para siempre.
—?Un favor? —pregunté.
Entornó sus ojos marrones suplicando comprensión.
—Probablemente se trate de información, o algo así. Al menos eso es lo que dicen los textos.
Con una mano aferrada al estómago me apreté las yemas de los dedos contra la frente. En realidad no tenía elección. Evax no fabricaba precisamente compresas especiales para estas cosas.
—Entonces, ?cómo le hago saber a este demonio que acepto deberle un favor?
—?En serio?
—Sí.
—Entonces ya lo has hecho.
Me entraron náuseas. No me gustaba que un demonio estuviese tan ligado a mí como para saberlo en el mismo momento en el que aceptaba sus condiciones.
—?Sin papeleo? —pregunté—, ?sin contrato? No me gustan los acuerdos verbales.
—?Prefieres que venga aquí a rellenar unos papeles? —me preguntó—. Piénsalo con la suficiente intensidad y vendrá.
—No. —Mis ojos recayeron en mi mu?eca. Noté un ligero cosquilleo. Me quedé pálida al comprobar que aumentaba hasta un picor y luego una ligera quemazón—. ?Dónde están las tijeras? —dije nerviosa.
Nick miró a su alrededor con cara inexpresiva y entonces mi mu?eca empezó a arder.
—?Me quema! —grité. El dolor de mi mu?eca seguía aumentando y tiré de la gasa, intentando quitármela frenéticamente.
—?Quítamela, quítamela! —grité. Me di la vuelta y abrí el grifo al máximo para meter la mu?eca bajo el chorro. El agua fría empapó el vendaje sofocando la sensación de quemazón. Me incliné sobre el fregadero con el pulso acelerado mientras el agua seguía corriendo y llevándose el dolor.
La húmeda brisa nocturna soplaba a través de las cortinas y me quedé mirando el oscuro jardín y el cementerio al fondo, esperando a que las manchas negras desapareciesen. Me temblaban las rodillas y lo único que me mantenía en pie era la adrenalina. Oí el leve roce de las tijeras que Nick deslizó hacia mí desde el otro lado de la encimera. Cerré el grifo.
—Gracias por avisarme —dije con tono agrio.
—La mía no me dolió —dijo. Parecía preocupado, confundido y completamente desconcertado. Cogí un pa?o de cocina y las tijeras y me dirigí a mi sitio en la mesa. Inserté una punta en las gasas y corté el vendaje empapado. Le eché una mirada a Nick, quien, alto y desma?ado, seguía de pie junto al fregadero. La culpa parecía pesarle en los hombros. Bajé la vista.
—Siento haber sido tan gru?ona, Nick —dije dejando de cortar y empezando a desenrollar la venda—. Habría muerto si no llega a ser por ti. He tenido suerte de que estuvieses allí para detenerlo. Te debo la vida y te estoy verdaderamente agradecida por lo que hiciste. Lo único que quiero es olvidarlo todo y ahora no podré. No sé cómo reaccionar y resulta más fácil gritarte a ti.
Una sonrisa curvó la comisura de sus labios. Cogió una silla para sentarse frente a mí.
—Déjame que te quite eso —dijo, haciendo el gesto de cogerme la mano.
Vacilé un instante y luego le dejé poner mi mu?eca en su regazo. Inclinó la cabeza sobre la mu?eca y sus rodillas casi rozaban las mías. En realidad le debía más que un simple agradecimiento.