Bruja mala nunca muere

 

Las burbujas, pensé, deberían anunciarse como un inductor medicinal del bienestar. Suspiré y me incorporé un poco antes de que el agua me cubriese el cuello. Amortiguados por los amuletos y el agua templada, mis moratones se habían reducido a un dolor sordo y lejano. Incluso la mu?eca, que mantenía seca y en alto fuera de la ba?era, no me molestaba demasiado. A través de las paredes oía débilmente a Nick hablando con su madre por teléfono; le contaba que había tenido muchísimo trabajo estos tres últimos meses y que sentía no haberla llamado. Por lo demás, la iglesia estaba en silencio. Jenks e Ivy se habían ido.

 

—Se han ido a hacer mi trabajo —mascullé y mi estado de ánimo complaciente se tornó agrio.

 

—?Qué ha dicho, se?orita Rachel? —dijo Matalina levantando la voz. La peque?a mujer pixie estaba posada en el toallero y parecía un ángel con su vestido vaporoso de seda blanca mientras bordaba capullos de cornejo en un exquisito chal para su hija mayor. Me había hecho compa?ía desde que me había metido en la ba?era, vigilando que no me desmayase y me ahogase.

 

—Nada.

 

Trabajosamente levanté mi amoratado brazo y me acerqué una monta?a de burbujas. El agua se estaba enfriando y me rugía el estómago. El cuarto de ba?o de Ivy se parecía espeluznantemente al de mi madre, con diminutos jabones en forma de conchas y cortinas de encaje sobre las vidrieras de las ventanas. Un jarrón con violetas descansaba encima de una cómoda. Me sorprendía que una vampiresa se fijase en esas cosas. La ba?era era negra y hacía un bonito contraste con el tono pastel de las paredes y el papel pintado con rosas.

 

Matalina dejó su costura a un lado y revoloteó hacia mí para quedarse suspendida en el aire sobre la negra porcelana.

 

—?No importa que los amuletos se mojen así?

 

Me miré los amuletos contra el dolor que me colgaban del cuello y pensé que parecía una prostituta borracha en Mardi Gras.

 

—No pasa nada —dije con un suspiro—, el agua y el jabón no los disuelven como haría el agua con sal.

 

—La se?orita Tamwood no me ha querido decir qué le ha puesto al ba?o —insistió—, puede haber sal.

 

Ivy tampoco me lo había dicho a mí y, para ser sincera, no quería saberlo.

 

—No hay sal. Se lo he preguntado.

 

Con un peque?o carraspeo, Matalina aterrizó en mi dedo gordo y se inclinó hacia el agua. Sus alas se agitaron hasta hacerse un borrón y despejar un punto al fundirse las burbujas. Recogiéndose la falda se agachó con mucho cuidado y se mojó una mano para llevarse una gota hasta la nariz. Diminutas ondas se expandieron allí donde había tocado el agua.

 

—Verbena —dijo con su vocecita aguda—, mi Jenks tenía razón. También tiene sanguinaria e hidrastis. —Me miró a los ojos—. Eso se usa para cubrir algo potente, ?qué intenta esconder?

 

Miré al techo. Si me aliviaba el dolor la verdad es que no me importaba. Crujieron las tablas de madera del pasillo y me quedé inmóvil.

 

—?Nick? —pregunté, mirando hacia la toalla que quedaba justo fuera de mi alcance—. Sigo en la ba?era, ?no entres!

 

Se detuvo. Solo había una fina madera entre ambos.

 

—Eh, hola, Rachel. Solo estaba, eh, comprobando que estás bien. —Hubo un titubeo—. Yo, eh, necesito hablar contigo.

 

Se me hizo un nudo en el estómago y mi atención se dirigió hacia mi mu?eca. Seguía sangrando a través de un montón de gasa de cinco centímetros de espesor. El riachuelo de sangre sobre la porcelana negra parecía un ribete. Quizá por eso Ivy tenía la ba?era negra. La sangre no resaltaba tanto sobre el negro como sobre el blanco.

 

—?Rachel? —me llamó rompiendo el silencio.

 

—Estoy bien —dije en alto y mi voz retumbó en las paredes rosas—, dame un minuto para salir de la ba?era, ?vale? Yo también quiero hablar contigo, peque?o mago.

 

Dije esto último con tono sarcástico y oí cómo movía los pies.

 

—No soy mago —dijo con tono débil. Titubeó—. ?Tienes hambre? ?Te preparo algo de comer? —sonaba culpable.

 

—Sí, gracias —respondí, deseando que se fuese de la puerta. Tenía un hambre canina. Tanto apetito probablemente estuviese relacionado con la galleta blandita que Ivy me había obligado a comer antes de irse. Era tan apetitosa como una tortita de arroz y únicamente después de que me la tragase se tomó la molestia de explicarme que aumentaría mi metabolismo, especialmente la producción de sangre. Aún notaba su sabor en el fondo de la garganta, una especie de mezcla entre almendras, plátano y cuero de zapatos.

 

Nick se fue arrastrando los pies y alargué el pie para abrir el grifo del agua caliente. El calentador probablemente ya la habría calentado.